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El Estilita

Sugerencia amistosa

Cualquiera que haya pisado el patio de un colegio sabe que es muy parecido al de una prisión

A Coruña

Digan lo que digan mis amigos con hijos, no odio a los niños, solo siento hacia ellos cierta indiferencia teñida de aburrimiento. Pero sobre todo, lo que me disgusta de ellos es cómo reaccionan los adultos ante su presencia. Me explicaré: ayer mismo estaba en el trabajo ojeando Facebook cuando apareció la foto de una cuartilla que una niña había metido en el buzón de sugerencias de un colegio de Burgos: "Hola Ana, me gustaría que haya un banco de la amistad en el patio. Tiene que ser de colorines y un cartel que ponga "Banco de la amistad" para quien se sienta solo se siente y alguien le ve sentado y le pregunta: ¿Quieres jugar conmigo? Gracias".

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Hasta aquí nada anormal, la típica tontería inocente de un niño. Incluso reconozco que es enternecedor. Pero el problema fue el efecto reblandecedor que tuvo en el cerebro de los adultos. La madre que lo publicó se había derrumbado: literalmente. "Me ha hecho hasta llorar, me parece una iniciativa tan bonita que puede destapar muchos de los problemas que viven niños en silencio". La buena señora, que se llamaba Hilda, parecía estar convencida de que aquella niña había descubierto la pólvora: "¿Y si estos bancos estuvieran colocados en la ciudad? ¿A cuántas personas podríamos ayudar?". En Twitter, la carta firmada por aquella maldita cría de 4º B también hacía estragos y ya iba por los mil likes. "Cuando les pides a los niños que den ideas para mejorar el colegio y te dicen esto sabes que el futuro puedes ser salvado" proclamaba una tal Kiara que calificaba aquello de "una idea superviable, que me parece maravillosa". Poco después. una cabecera nacional publicaba la noticia, ya convertida en un virus.

Mientras, yo me estremecía de terror ante semejante muestra de misantropía. Aquel "banco de la amistad" no era más que un potro de tortura psicológico pintado de colorines que solo serviría para aumentar el sufrimiento de los pobres marginados, apenas mejor que las orejas de burro de antaño. Cualquiera que haya pisado el patio de un colegio sabe que es muy parecido al de una prisión, que en él existen unas fronteras invisibles alrededor de pandillas, siempre las mismas, que se forman cada vez que suena la sirena y los internos salen de sus celdas. En ese lugar distópico solo hay dos clases de niños, los que encajan y los que no, y lo que proponía aquella cría era que el marginado se sentara en un banco multicolor para reconocer ante todo el mundo que sí, que era un apestado, que estaba solo en el mundo y suplicaba el contacto humano. Y por supuesto, los demás niños acudirían a darle la mano y jugar al corro de la patata con él porque, claro, como todo el mundo sabe, la desesperación y la necesidad es algo que resulta tremendamente atractivo. Es cierto que inspirar pena es la base de algunas relaciones, o por lo menos, de algunos contactos sexuales, pero yo no lo consideraría sano.

En el fondo, los que emitían expresiones de alegría y corazoncitos por las redes sociales cada vez que leían la sugerencia lo sabían tan bien como yo, pero la oleada de ternura que les estaba invadiendo anulaba cualquier atisbo de sentido común. O quizá era el amor que sentían a sus propios hijos lo que les impedía darse cuenta de que eran unos pequeños monstruitos tan mezquinos como los adultos, solo que sin la capa de educación que hace tolerables a estos últimos. Quizá por eso parecían a punto de conceder el premio Nobel de la Paz a la idea. Desde luego, pintar de colorines un banco era fácil, pero resultaría mucho más difícil conseguir que un alumno se sentara en él por su propia voluntad. Cualquier persona con un mínimo de dignidad preferiría sentarse sobre un banco forrado de clavos. Me imagino a un profesor llevando a rastras a un niño sollozante hasta el banco, asegurándole que así va a conseguir amiguitos, como si el motivo por el que un crío no encuentre con quien jugar en un patio lleno de niños como él fuera que no saben que está buscando compañeros de juegos. El único efecto positivo que se me ocurría que podía tener ese banco era que los matones de la escuela no tendrían que vagar por el patio buscando de quién abusar.

Por supuesto, los profesores ignoraron a la niña, que había echado la sugerencia al buzón hace meses, pero las redes sociales volvieron a crear su magia, y la directora del centro ha anunciado que el banco de la amistad se convertirá en una realidad. La que supuestamente es una educadora seria, considera que ayudará a combatir el acoso escolar.

 
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