Así ha sido la evolución de la torre de Mangana de Cuenca a lo largo del tiempo
Desde su origen en la iglesia de Santa María, esta atalaya que sobresale vertical en el perfil del casco antiguo de la ciudad no siempre ha tenido la misma cara
Cuenca
Uno de los monumentos emblemáticos de Cuenca es la Torre de Mangana, cuya imagen sobresale en el cogollo del Casco Antiguo, marcando las horas de la ciudad, como vigía del quehacer cotidiano. Una torre que a la vista de los documentos gráficos que han quedado, ha tenido distintas caras en el acontecer de los tiempos, y que en el año 2001 fue declarada como Bien de Interés Cultural con la categoría de monumento. Esta semana, en Páginas de mi Desván, y con el título de La Torre de Mangana, el faro emblemático de la Cuenca vertical, José Vicente Ávila nos propone hablar en Hoy por Hoy Cuenca sobre este icono de la ciudad.
Así ha sido la evolución de la torre de Mangana de Cuenca a lo largo del tiempo
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Durante siglos, las torres más emblemáticas de la ciudad, como lo eran la del Giraldo de la Catedral y la de Mangana sobresalían sobre ese anfiteatro de piedra escalonada entre las rocas de la ciudad antigua, acompañadas de otras torres y campanarios de iglesias como las de San Pedro, San Nicolás, San Martín, San Juan, El Salvador, San Felipe, Santo Domingo, San Esteban, San Andrés y de todos los conventos que había en la ciudad. Los distintos dibujos ofrecían esa panorámica de torres y giraldillos elevándose sobre el cogollo de casas, balcones y ventanas asomadas al abismo. Pues bien, desde el hundimiento de la torre de la Catedral, en 1902, nos queda la Torre de Mangana como el monumento más alto del Casco urbano, sin contar con el monumento al Corazón de Jesús en el Cerro del Socorro, que es el primer aldabonazo de la ciudad, arracimada a las alturas rocosas, desde las cuestas de Cabrejas.
En las vistas de Cuenca de Antón van der Wyngaerde y de Juan Llanes ya aparece la torre de Mangana junto a ese conjunto de torres de la Cuenca alta que nos dejaron en sus grabados. Además, justo es resaltar que el concejal Florencio Cañas fue quien adquirió el mapa o plano original de la ciudad, del arquitecto Mateo López y gestionó la compra de las dos pinturas panorámicas de la ciudad, de Juan Llanes, que era propiedad de Rogelio Sanchiz. Gracias a todos estos datos y dibujos, que sirvieron de base para la Declaración de Bien de Interés Cultural, se sabe que hacia 1510 la torre de Mangana albergaba el reloj de la ciudad, además del que existía en la Catedral, y junto a la torre estaba situada la casa de los Montemayor, cuyo sepulcro, procedente de la iglesia de Santa María, en la plaza de Mangana, se encuentra en la Catedral, tras las obras de derrumbe de 1912. También se data en torno a 1532 que el rejero Esteban Limosín puso la cruz y la veleta en el chapitel que cerraba la torre, recubierto de hojalata. En la vista de Cuenca desde el Oeste, de Antón van der Wyngaerde, como en las de Llanes dos siglos después, aparece la torre de forma cuadrada, pero sin la cruz y la veleta.
Queda claro que a lo largo del tiempo se fueron haciendo reformas sobre esta torre y el propio reloj. Los efectos de la caída de un rayo a finales del siglo XVIII y el paso de los franceses a partir de 1808, obligó a intervenir al arquitecto Mateo López para su obligada reparación, y hacia finales del siglo XIX se datan los trabajos del arquitecto Rodi, quizá de reforzamiento de su estructura, que no cambiarían su fisonomía hasta 1926, aunque ese tipo de obras afectaban más al reloj, como se puede colegir de una noticia del año 1899, publicada en marzo en “El Correo Católico”, que decía así: “Se ha terminado la colocación de una esfera transparente en el reloj de Mangana, y la antigua opaca en la cara de la torre que da a la Plaza Mayor. Este trabajo ha sido ejecutado por el inteligente relojero D. Antonio Recuenco, y ha costado según nuestras noticias, 1.675 pesetas”. Y añade la nota un tanto curiosa con interrogante y todo: “Las horas de la esfera transparente no se distinguen bien desde Carretería. ¿No podría remediarse este defecto?”. Había que tener una buena vista para ello o colocar números bien visibles. No podemos olvidar que debajo de Mangana, bajando por el Carmen hasta Alfonso VIII existía la Torre de la Queda, cuya campana servía como aviso de cualquier acontecer.
Por ello es interesante conocer lo que escribía el cronista de Cuenca, Juan Giménez de Aguilar, el 1 de septiembre de 1915, en la revista conquense “Papel y Tinta”, bajo el título de “Mangana”:
“En la parte más alta de la ciudad de Cuenca, entre montones de escombros y casas en ruinas, aún se conserva erguida y remozada una vetusta torre o enmascarado resto de un alcázar moro de elevados y fuertes adarves, que ocupaba el barrio y jurisdicción de la antigua parroquia de Santa María. Esa torre que un rey mandó edificar a manera de atalaya y desafía día y noche los impetuosos y helados vientos de la Sierra, es la torre de Mangana.
Desde su plataforma, hoy cubierta por un baldaquino de hierro de pésimo gusto, se divisa un extenso panorama y se dominan lejanas cadenas de montañas en cuyas abruptas cumbres se conservan restos de otras torres de señales esparcidas por el agro.
A los fogariles y almenaras añadieron los cristianos el sistema de comunicaciones acústicas y desde entonces la torre de Mangana tuvo una campana”.
Señalaba Giménez de Aguilar que esa campana sirvió de aviso al pueblo, alzado contra D. Pedro I de Castilla, de que se aproximaba el rey para castigar a la ciudad rebelde; los mismos graves sones llamaron al arma a los conquenses cuando el príncipe Alonso de Navarra, al frente de 6.000 hombres, quiso apoderarse de Cuenca; los toques de Mangana despertaron al descuidado vecindario en la sangrienta noche de San Lucas de 1521, cuando el canónigo Pozo y varios regidores sorprendieron con sus gentes a la guardia de la Puerta de Valencia, y en otras luchas feudales de los Mendoza, Acuñas y Barrientos; y “en las revueltas del populacho también vibró la histórica campana como símbolo de autoridad agitado por enojado presidente, llamando al orden a las gentes alborotadas”.
Otra campana del mismo alcázar, emplazada en la “torre de la Queda estaba encargada de regular la vida de la ciudad iniciando con monótono ritmo los toques del alba, mediodía, de oración y cubre fuego que repetían otras campanas”.
“Las señales de Mangana fueron siempre determinadas por lo anormal y extraordinario”, apuntaba Juan Giménez de Aguilar, quien terminaba su artículo señalando que tras la demolición del templo de Santa María, tres años antes, “hubo necesidad de demoler las partes ruinosas del templo, y sembrar de sillarejos la reducida plazuela que le separaba de Mangana; y desde entonces esta –menos ruidosa pero más interesante que cuando muere un concejal de oficio— llora la muerte del vecino y noble monumento”, en referencia a la desaparecida iglesia de Santa María.
La primera gran reforma de la Torre de Mangana nos lleva hasta 1926, con el arquitecto Fernando Alcántara, con estilo neomudéjar que se mantuvo unos 45 años. La estructura de la torre cambió todo su estilo, con aire de minarete y colores rosáceos, y ello produjo no poca polémica en su tiempo. Como bien recoge el historiador Antonio Rodríguez, “un cambio radical sufriría la Torre de Mangana debido al proyecto del arquitecto municipal, Fernando Alcántara Montalvo, al darle una apariencia neomudéjar, desaparición del chapitel e instalando el cuerpo de campanas completado con una cúpula. En su parte superior se podía observar el almenaje, lugar destinado al almuédano para llamar a oración a sus fieles”. No tardaron en aparecer las críticas y así, tres años después de la reforma del arquitecto Alcántara de 1926, publicaba Basiliso Martínez en sus Postales Conquenses, recogidas en un libro en 1929, un artículo titulado “Mangana”, que era bien expresivo sobre el cambio realizado:
Conquense: cuando regreses a tu patria chica, después de un prolongado viaje, y atisbes, desde el convoy, la torre más alta de la ciudad, ya no experimentarás ese placer espiritual que a todos llenaba el alma cuando volvíamos de lejanas tierras. ¡Mangana ha muerto!
Aquella Mangana que, desde pequeños contemplábamos con tanta alegría, ha dejado de existir, y sobre sus restos, sobre aquellas paredes azotadas por el tiempo, con crueldad, se levanta hoy otra Mangana más vistosa, más limpia y elegante, sustentando, no sé si con orgullo o con vergüenza, sobre su testa blanquirroja, una media naranja de metálicos reflejos, característica de las construcciones orientales, de los pueblos del Islam.
No niego la belleza con que ha sido transformada la torre más genuinamente conquense; pero reconozco, a la vez, el fuerte contraste que entre las negras y mohosas casas que la rodean, ofrece a los ojos del artista…
Quizá, cuando aquellas viejas mansiones desaparezcan, porque desaparecerán a pesar de todas las defensas, y cuando estén convertidos los terrenos que ocupan en frondoso y florido jardín, podamos, en las noches claras del estío, contemplar este sitio con un poco de deleite, olvidando lo que fue… Mangana, tal como hoy la conocemos, con sus vecinas edificaciones, es un anacronismo viviente…
No anduvo desencaminado Basiliso en sus apreciaciones, pues las edificaciones desaparecieron, ocupando otros espacios como el Museo de las Ciencias y la torre cambió su estilo al comienzo de la década de los 70. Tampoco le gustó mucho aquel cambio al poeta Federico Muelas, quien en uno de sus versos cantaba a la Torre: “Como fuiste siempre / te quiero, Mangana, / pedestal escueto, / prisma de argamasa / para el bronce puro / que las horas canta.
Reclama / tu veste sencilla / de doncella casta. / Báñate en el río, / en las verdes aguas / que a tus pies el Júcar, / absorto, remansa. / Blanca te queremos. / Nunca disfrazada”.
Federico Muelas la pudo ver blanca, nunca disfrazada, pues como relata Antonio Rodríguez en un documentado trabajo sobre la Torre de Mangana, “el reloj había quedado mudo y callado definitivamente en el verano de 1970. Uno de los relojes se había parado hacía tiempo. El otro, aquel que miraba a la ciudad moderna, sólo conservaba una manilla. Las campanas estaban en silencio”.
La Torre de carácter fortificado que vemos desde 1972, “tiene sus inicios el 11 de noviembre de 1970 cuando la Dirección General de Arquitectura y Técnica de la Construcción decide la contratación directa de las obras de “Restauración y Reforma de la Torre de Mangana en Cuenca”, por un importe de 1.373.796,35 pesetas. El autor del proyecto fue Víctor Caballero Ungría, arquitecto al servicio de la citada Dirección, que tenía principalmente, entre otros fines, la restauración y mantenimiento de monumentos y lugares históricos.
Si el de 1926 fue un cambio radical, el de 1972 cambió de nuevo su fisonomía. Señala Rodríguez Saiz que “en la memoria presentada por Caballero Ungría se resaltaba “la absoluta necesidad de suprimir el pastiche árabe y dignificar una torre que sin ser monumento artístico de primer orden tiene visibilidad desde muchos puntos de la ciudad”. No se podía hacer “una restauración en el sentido literal de la palabra ya que no existen datos de cómo fue en su origen”. Víctor Caballero, que era todo un experto como lo demostró en otros monumentos españoles, hizo picar la superficie de las cuatro paredes de la Torre, es decir, todo el pastiche, como así igualmente lo calificaba el arquitecto, apunta Rodríguez, para que se pudiese ver toda la fábrica oculta de sillería en sus esquinas y mampostería original, con el fin de ser respetada”.
El efecto debió resultar convincente y ello llevó a cabo otra obra considerable en todo el entorno de la atalaya y Torre de Mangana, ya a mediados de los 70. Entre los años 1976 y 1977 el Ayuntamiento acometió una gran obra de reforma de la plaza de Mangana, junto con el Ministerio de la Vivienda, incluyendo un acceso con escalinatas desde la calle de Zapaterías. La plaza fue pavimentada con losas de granito, con guijarro de río sobre hormigón y con muros de albardilla con barandilla de hierro forjado. En aquellas obras, dirigidas por el arquitecto municipal, Fernando Barja, fueron excavados 3.800 metros cúbicos de tierra, según recogía la prensa, quedando una plataforma con dos hileras de árboles y escaleras de acceso en ambos extremos centrales. Se decía que todo era moderno, pero con estética del pasado. El coste de las obras fue de unos doce millones de pesetas, aportando el Ayuntamiento el veinte por ciento. Una plaza con mucho espacio en la que años más tarde se colocaría el Monumento a la Constitución en 1986 y hasta una pista deportiva con soporte de madera y pista tapizada.
Aquella plaza de Mangana de suelo de granito y guijarros tampoco duró muchos años. Pues hasta los comienzos del siglo actual, pues en los años previos comenzaron las obras del aparcamiento y ascensor hasta la plaza y el derribo de todo el perímetro. En el año 2003, publicaba en la sección “El Tin-Tan de Mangana” un artículo titulado “Es la hora de Mangana”, en el que decía, entre otras cosas:
“Demasiado tiempo cerrada la plataforma de la ciudad vieja, su plazoleta o atalaya, en la que sus restos arqueológicos invitan a conocer su historia entre mosaicos y aljibes, que se repiten en el cercano Museo de las Ciencias. Hace 27 años que la Torre cambió sus tonos rosáceos con dibujos arabescos, por su desnudez pétrea a la que ya nos hemos acostumbrado.
Ahora, con las obras del aparcamiento tan necesario para la zon se ha revestido de piedra la caja del ascensor que se asoma al Júcar, así como los diversas terrazas miradores, que van a causar sensación entre visitantes y vecinos de la ciudad, al poder contemplar todo el paisaje de la Hoz, ahora explosiva con los amarillos otoñales... La idea tantas veces proclamada por nuestros munícipes de convertir la Plaza de Mangana en un Parque Arqueológico debe seguir adelante con todas las bendiciones, para convertir esa atalaya de la ciudad en uno de los lugares más visitados”.
Este texto se publicó en 2003, pero hasta 2016 no se abrió la reformada plaza de Mangana, es decir, que pasó más de 16 años cerrada.
En ese tiempo de obras apareció el denominado “Tesoro de Mangana”, que se encuentra expuesto en el Museo de Cuenca. Las excavaciones dieron su fruto, y entre aljibes y espacios de la época árabe y judía, se encontró bajo el suelo del sótano de un edificio derruido en su día, en una vasija, para sorpresa de los obreros. Allí estaban, casi relucientes, bien cubiertas, las 247 monedas de oro y una de bronce de los siglos XVIII y XIX, que debieron ser escondidas, tras los saqueos que sufrió la ciudad, así como otros tipos de piezas y vasijas. El “oro de Mangana” se puede contemplar en el Museo de Cuenca, ya catalogado. Parece que hubo un hallazgo similar en 1912, cuando se derribaba la iglesia de Santa María, según publicaba el periódico conquense “El Mundo” el 12 de mayo de ese año, bajo el título “Hallazgo”:
“Hemos oído decir que bajo los escombros del Seminario que ocupa el sitio del Alcázar moro, se ha encontrado una crecida cantidad. Felicitamos al afortunado mortal por el hallazgo de este tesoro, y compadezcamos a los que después de soñarlo muchas veces y consultar a los moros sabidores no dieron con él a pesar de haber revuelto aquellos escombros repetidas veces.
Los torpes deben andar a estas horas tirándose de los pelos. Si es verdad eso de los 9.000 escudos de plata ensayada, que hay motivo para dudarlo, pues aún no se hizo el ingreso de los correspondiente al Estado”, concluía la nota de “El Mundo”.
Y ya que de anécdotas hablamos, tengo que referir que en el verano de 2011 actuó en la Plaza de la Merced el cantautor de boleros Alberto Pérez, que se hizo famoso en TVE en el programa “Si yo fuera presidente”, de García Tola. La acústica de la Merced recogió, los sonidos de “Dos gardenias”, “Solamente una vez”, “Bésame mucho”, “Dos cruces”, “Camino verde”, “Angelitos negros”, “Quizás, quizás, quizás”, tatareados por el público.
Una actuación para el recuerdo, marcada por los toques del reloj de Mangana con sus señales horarias, de cuartos y media, que hacían interrumpir la intervención de Alberto Pérez, que terminó dando los toques de Mangana con su guitarra, y regalando al público entusiasta un “bis” con el bolero “Reloj no marques las horas…”
Y es que, aunque las agujas de Mangana, se pararon en el tiempo, el carillón sí daba entonces el toque, siempre oportuno y a veces inoportuno. Ahora el reloj sí marca las horas, pero no se escuchan los toques…
Esperamos que en pocos meses la torre de Mangana sea visitable y que este faro de la Cuenca Alta quede iluminado de noche como antaño… sin tener que cantar el bolero de “Quizas, quizás, quizás…”.