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Un paseo por el campo de la muerte

El "micromentario" del catedrático de literatura, Pepe Belmonte, nos lleva a un tiempo no tan lejano

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Un paseo por el campo de la muerte

Micromentario/Pepe Belmonte (18-03-19)

03:21

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Hubiera preferido, después de ver lo que vi, guardar silencio. Dejar sólo para uso interno todas esas imágenes y sensaciones que te encojen el corazón y te hacen plantearte, muy seriamente, qué clase de bichos raros somos los seres humanos.

Pero mi amigo Paco Sánchez, a quien tanto aprecio le tengo y al que no le puedo negar nada, me ha pedido que cuente, en unas pocas líneas, mi experiencia después de haber visitado ese campo de concentración y exterminio de tan difícil pronunciación: Auswitz Birkenau, en donde, entre 1939 y 1945, ayer mismo, fueron exterminados cientos de miles de hombres y mujeres que no habían hecho mal a nadie, sólo por ser polacos y judíos, por ser gitanos, por tener alguna tara física, por ser ancianos, por ser niños, por ser considerados razas inferiores que amenazaban con entorpecer el nacimiento y el desarrollo de una nueva estirpe de dioses que también resultaron ser mortales.

En ese campo de exterminio, para vergüenza del mundo, aún se conservan las salas donde gaseaban diariamente a miles de personas.

Llegaban allí, se desnudaban con la esperanza de darse una buena ducha, de quitarse de encima la suciedad y los piojos, e iban asfixiándose poco a poco gracias a las partículas de cianuro, el famoso Ziklon B, que en forma de gas iban cortándole la respiración y toda esperanza.

Se conservan los jergones tirados en el suelo, en donde cada noche dejaban caer sus cuerpos molidos después de casi veinte horas de trabajo intensivo y duro, a más de veinte grados bajo cero en pleno invierno.

Se conserva más de una tonelada de cabello, cortado de un brutal tijeretazo, con el que, como después hemos sabido, en las factorías más renombradas de Alemania, se fabricaban las más lujosas alfombras que luego lucían en las casas de los ricos.

Se conservan centenares de maletas de cartón, de madera, de cuero, en donde con letra grande y bien visible, escrita con mano firme y aún segura, figuran los nombres de esas personas que aún confiaban en un viaje de ida y vuelta, en el regreso temprano a sus casas, imaginando que se trataba de un simple error, una confusión que se aclararía de inmediato.

Y se conservan las gafas, las brochas de afeitar, los peines y otros utensilios cotidianos, así como centenares de zapaticos de niños de corta edad, de muy pocos años, casi unos bebés, que, por considerar que eran un estorbo y no podían trabajar, fueron exterminados, sin escrúpulo alguno, el mismo día de su llegada, arrancados literalmente de los brazos de sus madres.

Decía mi hijo, después de que pasaran unas horas, porque durante el recorrido no pronunció ni una sola palabra, que ninguna película, ningún documental, ningún libro, ningún ensayo de carácter científico, ha sido capaz de contar con exactitud lo que sucedió en este recinto de la muerte en donde en la misma puerta de entrada, en un cartel que aún se conserva, escrito en lengua alemana, se puede leer: "El trabajo os hará libres".

Uno de los más ilustres presos de este mismo campo de exterminio, el escritor italiano Primo Levi, uno de los pocos sobrevivientes que terminaría suicidándose posteriormente por no poder soportar esos recuerdos, lo dejó dicho de manera clara y contundente: "Si Dios existe, tendrá que rogar mi perdón".

Pepe Belmonte

 
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