Los presos que se fugaban vestidos de mujer y el que se escapó de la cárcel de Cuenca
Vuelve la sección 'Así dicen los documentos' a la SER con una historia rocambolesca de presos que se fugan y se acogen a sagrado en el casco antiguo de Cuenca
Cuenca
En la Historia carcelaria no faltan episodios más o menos pintorescos de intentos de huida de la prisión, tanto fugas colectivas, de las que ya hablamos en un programa anterior, como individuales, a las hemos dedicado el primer programa de la segunda temporada de la sección ‘Así dicen los documentos’, que se emite cada jueves en Hoy por Hoy Cuenca y que coordina Almudena Serrano, la directora del Archivo Histórico Provincial de Cuenca.
Los presos que se fugaban vestidos de mujer y el que se escapó de la cárcel de Cuenca
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Algunas fugas acababan cumpliendo el propósito de quien las iniciaba: huir de la miserable vida en la cárcel y de la pena máxima, la condena a muerte. Otras, en cambio, llevaban de vuelta al preso a su celda, aumentando el castigo, derivado de ese intento de fuga.
En este programa contaremos una fuga individual de un preso, ayudado por otros, en la cárcel pública de Cuenca pero antes veremos algunas cuestiones de carácter general, como la vigilancia en aquellos lugares.
La vigilancia en las cárceles se ejercía, en general, con falta de rigor. Por ejemplo, el alcaide permitía la salida de presos que tuviesen autorización. Por otro lado, los visitantes entraban y salían continuamente. Y como consecuencia de estas circunstancias y teniendo en cuenta que había un número elevado de reclusos, es fácil adivinar que el control que se efectuaba no podía garantizar que los presos no intentasen escaparse de la cárcel.
En realidad, el control que se ejercía consistía en encerrar cada noche a los delincuentes en sus aposentos carcelarios, pero ni se procedía al recuento ni se pasaba lista, con lo que si alguien se fugaba podía estar fuera de la cárcel días salvo que lo delataran sus colegas.
Con estas mínimas garantías no serían raras las evasiones… ¿Quiénes ejercían la vigilancia en las prisiones?
La vigilancia era misión a ejercer por el alcaide y sus oficiales, aunque con el trasiego de personas ajenas a la prisión y las mínimas precauciones, salvo cerrar las puertas por la noche, lo extraño es que no hubiese más intentos de fugas porque las oportunidades para huir eran abundantes.
De los testimonios que he traído esta mañana, este es muy esclarecedor sobre lo que estamos relatando:
‘Las puertas nunca todas están cerradas de día ni de noche hasta las 10 que se recogen los presos y el alcaide toma las llaves, y todo el día y noche, como hormiguero y procesión, entran y salen hombres y mujeres con comida y camas, y hablan con los presos sin preguntarles a qué entran, ni detenerlas, de donde considerará el que tuviere buen entendimiento que Dios guarda la cárcel; y que cualquiera que se atreviera a salir por la puerta no le detendrían si no fuese muy conocido’.
Lógicamente, aquellos que hubiesen cometido delitos muy graves y que estuvieran condenados a galeras o a la horca, como ya vimos en su momento, serían los primeros que intentarían la huida.
Efectivamente, estos condenados no tenían ninguna duda a la hora de intentar la aventura de la fuga. Por el contrario, los que hacían el cálculo de que sus cuentas con la justicia podían ser saldadas con azotes o destierro solían resignarse a su situación.
Porque si intentaban escaparse y eran descubiertos, el castigo al que serían sometidos sería más grave.
En esos casos, lo que se hacía era doblar el castigo, por ejemplo, de 100 o 200 azotes. El convicto de fuga daba por perdida cualquier esperanza de que la disciplina del alcaide y sus alguaciles fuese leve. A partir del momento en que eran localizados y vueltos a la cárcel, eran objeto de especial y enojosa vigilancia, como así relató Chaves:
‘Desto atribuyo la mayor ocasión a que no se atreven algunos a tomar la puerta porque si son descubiertos los tratan mal y de allí adelante los aprisionan con gran rigor’.
Y a la hora de escaparse ¿cómo lo hacían, qué era lo más frecuente?
Según este autor, el medio de escapar más generalizado, por rápido y sencillo, era salir disfrazado de mujer o de clérigo, y para ello lo único que había que hacer era templar los nervios en el momento crucial de pasar por delante de los porteros de la cárcel.
Disfraces no les faltarían, con ese trasiego de hombres y mujeres que hemos visto que ocurría durante todo el día y sin control.
En la literatura tenemos testimonios muy esclarecedores como, por ejemplo, el modo de escapar del pretendiente de La Garduña de Sevilla, condenado a muerte en la cárcel de Málaga:
‘Y cuando estaba Crispín para entrarle en capilla, en hábito de mujer, salió a mediodía de la cárcel, con no poca admiración de todos y con mucha pesadumbre para el alcaide de la cárcel, que le costó muchos días de prisión, culpándole que con sobornos le había dado libertad, más él se libró de esta acusación dando la persona que le dio los vestidos, que por esto fue a galeras’.
Y en otra obra, en la que se relatan las peripecias del pícaro por excelencia, Guzmán de Alfarache, se dice:
‘Híceme por 15 días enfermo. No salí del calabozo ni me levanté de la cama, y al fin dellos ya tenía prevenido un vestido de mujer. Con una navaja me corté la barba y, vestido, tocado y afeitado el rostro, puesto mi blanco y poco de olor, ya cuando quiso anochecer, salí por las dos puertas altas de los corredores, que ninguno de los porteros me habló palabra y tenían ambos buena vista, sus ojos claros y sanos.
Mas, cuando llegué abajo, a la puerta de la calle, y quise sacar el pie fuera, puso el brazo delante del postigo un portero tuerto de un ojo. Detúvome y miróme. Reconocióme luego y dio el golpe a la puerta.
Hiciéronme volver arriba y, fulminándome nueva causa, me remataron para toda la vida. Y no fue poca cortesía no pasearme con aquel vestido’.
Esto lo dice porque era frecuente pasear por la cárcel, azotándolos, a los fugitivos frustrados, con el disfraz que habían elegido, para escarnio y burla de otros presos.
Es significativo que este autor pone en cuestión la vigilancia de la cárcel cuando señala que el vigilante que descubrió a Guzmán fue el portero que estaba tuerto de un ojo. Pero ¿todos los que intentaban huir salían disfrazados?
No, no… Los más desesperados salían huyendo a cara descubierta y recurrían a otros métodos, como se cuenta en la literatura. Así, el santero a quien sirvió Lazarillo de Manzanares, obra de Juan Cortés de Tolosa, se abrió paso en la cárcel de Barcelona utilizando como salvoconducto la persona misma del carcelero, amenazándole:
‘Me llegué con necia determinación al carcelero, a quien amenazando con una daga, me hizo patente la puerta’.
Y veamos ahora esa fuga de la cárcel del corregidor de Cuenca ¿quién fue el protagonista?
Bien, pues nuestro fugado no es otro que Pedro Rodríguez del Pozo, que a los oyentes de nada les suena hasta que les diga que era sobrino del canónigo Juan del Pozo, aquel que costeó la obra del puente de san Pablo a mediados del siglo XVI.
El proceso causado contra él y sus compinches fue sobre quebrantamiento o fuga de la cárcel y ocurrió en el año 1561. Hay que señalar que, en este proceso, uno de los principales implicados por ayudar a huir a Pedro Rodríguez del Pozo, es otro conocido nuestro, el platero Cristóbal de Becerril, que también estaba preso.
¿Y por qué estaba preso el sobrino del canónigo Juan del Pozo?
Veamos lo que se dice en el expediente judicial:
‘Proçediéndose contra él por aver sido culpado en la muerte de Juana de Birbinçana, mujer de Diego Navarro, e por ser hombre façineroso e infamador de mujeres, avía quebrantado las prisiones que tenía e la cárçel donde estaba, e para averigüaçión dello e para que los culpados sean castigados, por ante mí el escribano, recibió la ynformaçión siguiente’.
Y empezaron los interrogatorios a los testigos… Uno de los que declaró fue Diego Ruiz, y dijo lo siguiente:
‘Que lo que sabe es que oy, dicho día, estando en la cárçel, bido questaba en ella preso Pedro Rodríguez del Pozo, y le vio cómo se quitó los çapatos y se sacó los grillos de los pies y enpeçó a pasear por la cárçel.
Y este testigo tenía las llaves de la cárçel y el dicho Pedro Rodríguez le dixo que le abriese a un paxeçillo suyo, y este testigo metió la llave en la çerraxa para le abrir, y el dicho Pedro Rodríguez se fue haçia la puerta y este testigo se abraçó con la puerta e le dixo riéndose que se apretase allá.
Y ansí, riéndose el dicho Pedro Rodríguez, le dixo: ‘Dentro quede, no yo’. Y este testigo le dixo ‘no sepáis’.
Y sobre aviso este testigo abrió la puerta e salió el dicho paxeçillo y tornó a çerrar, y este testigo dio las llaves a Juan Rodríguez, hixo del alcayde de la cárçel.
Y, después, vio este testigo cómo Juan del Berro, preso, dixo: ‘¡Que se me va Pedro Rodríguez!’.
Y, ansí, saltaron todos a ver qué era, e vio cómo el dicho Pedro Rodríguez se iba e llevaba debajo del braço una espada.
E salieron tras él a la calle y el dicho Juan Rodríguez fue tras el dicho Pedro Rodríguez, que este testigo no sabe su nombre.
‘Señor, guárdese’, y entonces apretó el dicho Pedro Rodríguez a correr y el dicho Juan Rodríguez tras él, y el dicho Juan Rodríguez tiró una pedrada al dicho Pedro Rodríguez, y el dicho Pedro Rodríguez echó mano a la espada, y al dicho Juan Rodríguez e le dixeron unos que estaban delante de este testigo que le había puesto el espada a los pechos al dicho Juan Rodríguez’.
A Juan Rodríguez, el testigo, le preguntaron qué sabía acerca de quién había visitado a Pedro Rodríguez y dijo lo siguiente:
‘Poco antes que el dicho Pedro Rodríguez se soltase de la dicha cárçel y antes de comer, vino a la dicha cárçel el liçençiado Moya y le abló tres o quatro veçes al dicho Pedro Rodríguez, y en secreto, e cada vez que estaban ablando poco rato.
Pero el fugado tuvo más visitas. Ahora veremos cómo le visitaba un clérigo y otro que le dio una espada:
Y luego se iba el dicho Liçençiado Moya, e que ansí mismo Francisco García, un clérigo, habló con el dicho Pedro Rodríguez en secreto, y con ellos estaba juntamente, la una vez, Ludeña, y desde a poco rato que los susodichos ablaron al dicho Pedro Rodríguez se fue a la cárçel el dicho Pedro Rodríguez.
Y oyó decir este testigo cómo el dicho Francisco García le abía dado al dicho Pedro Rodríguez una espada.
Y ahora entra en juego nuestro célebre platero, Cristóbal de Becerril, que también contribuyó a que el sobrino del canónigo Juan del Pozo se fugara:
‘E que ansímismo, oy dicho día, este testigo vio cómo Cristóbal de Becerril estuvo ablando a solas con el dicho Pedro Rodríguez. No entendió este testigo qué hablaban dos veçes, e que después de aver ablado los susodichos, e a solas y en secreto con el dicho Pedro Rodríguez, el dicho Pedro Rodríguez se salió e quebrantó la cárçel’.
Y por la declaración de otro testigo sabemos lo siguiente:
‘Y el dicho Juan del Berrio dixo: ‘¡que se va Pedro Rodríguez de la cárçel…!’.
Y, ansí, salieron tras él e diçen questá en Santa Cruz’.
Es decir, que cuando salió corriendo de la cárcel del corregidor se fue corriendo a acogerse a sagrado, a la iglesia de Santa Cruz, que como todos nuestros oyentes conocen, está a escasos 100 metros de la cárcel. Esta iglesia estaba estratégicamente situada para que los fugados se refugiaran en ella…
¿Y una vez que se habían fugado y eran descubiertos, cómo actuaba la justicia?
Lo que se hizo fue un pregón, que se dio en la Plaza Mayor de Cuenca por el pregonero público. En este pregón se llamó al fugado y otros que con él huyeron en los siguientes términos:
‘Que si pareçieren, el señor teniente les oyrá e guardará su justiçia. En otra manera, en su ausencia e rebeldía, verá el proçeso e proçederá en la causa como por derecho fallare, sin los más çitar ni llamar, que por el presente los enplaza, çita e llama e les señala los estrados de su audiencia donde se harán y notificarán los autos de la causa, hasta la sentençia difinitiva, inclusive, e tasaçión de costas si las obiese’.
¿Y aparecieron los fugados?
En el expediente no consta que apareciesen y, además, sabemos por otro proceso criminal que del motivo de estar Pedro Rodríguez del Pozo en la cárcel, por matar a una mujer, fue culpado otro hombre que era inocente.
Proponemos a nuestros oyentes que la próxima vez que pasen por esa calle, paralela a Alfonso VIII, comprueben lo fácil que era, al escapar de la cárcel del corregidor, acogerse a sagrado en la iglesia de Santa Cruz, donde estaría libres de la persecución de la justicia ordinaria.
Es una forma de conocer mejor la Historia de nuestra ciudad y reconocer los espacios en que sucedieron aquellos hechos que vamos contando cada jueves en la radio.