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Antonio Hernández-Rodicio, reconocido como "Gaditano de Ley"

El director de la Cadena SER hila un discurso reivindicativo y profundamentre personal en la recepción del galardón

Antonio Hernández-Rodicio recoge el reconocimiento como "gaditano de ley" de manos de la presidenta de la Diputación, Irene García / Cadena SER

Antonio Hernández-Rodicio recoge el reconocimiento como "gaditano de ley" de manos de la presidenta de la Diputación, Irene García

Cádiz

El director de la Cadena SER, el periodista gaditano Antonio Hernández-Rodicio, ha recibido esta tarde de manos de la presidenta de la Diputación, Irene García, el galardón que le reconoce como “Gaditano de Ley”, una distinción que convoca el Ateneo de la ciudad.

En su intervención, Hernández-Rodicio, reflexionó sobre la condición del “gaditano de ley”, para concluir que si por ello se entiende "estar comprometido con tu ciudad y tus paisanos, lo soy. Si por gaditano de ley se entiende sentir pasión por las cosas de tu tierra, lo soy”.

El nuevo galardonado defendió, en un tono más crítico, su necesidad de “rebelarte porque ves que Cádiz aún no está donde quisiéramos” y llamó al “inconformismo hasta que todos tus paisanos puedan hacer en esta ciudad su proyecto de vida”. Hernández—Rodicio abogó porque Cádiz sea “una ciudad cosmopolita, culta, elegante, que fomente el debate público, plural, enriquecedor y de calidad; que sea una ciudad abierta y a la vez que disfrute y engrandezca sus tradiciones”.

En un tono más personal identificó “el olor a yodo y marea baja” como elementos que “te reconcilian contigo mismo”, y tuvo una mención especial a sus raíces al recordar su nacimiento en Nigeria “donde mi padre, Antonio, medico gaditano; y mi madre, Esperanza, de Ayamonte, trabajaban en un proyecto hospitalario con una ONG en una selva ignota”.

Así mismo, reivindicó su condición, la de su mujer y su hijo como gaditanos en Madrid: “Aquí están las gentes y las cosas que de verdad importan. Porque aunque uno tiene su domicilio donde está su trabajo y su familia - Tere y Antonio - lo cierto es que eso es solo una dirección postal. Una cosa es tu domicilio y otra tu casa”, puntualizó.

“Ser de Cádiz es ser parte de una tribu […] Existe ese latido de la sangre, una profunda comunión con la ciudad hermosa que tanto se recrea mirándose y cantándose a sí misma. No se quiere más a tu tierra porque sea la más próspera o la más bella: se le quiere porque es la tuya”, explicó el periodista.


REALISMO MÁGICO GADITANO

Tras recordar los episodios más destacados de la historia de la ciudad, hizo referencia al “realismo mágico” que forma parte de la cotidianidad gaditana: “El de los personajes impagables, el del micro lenguaje, el del gesto sin medir, la mueca inteligente, la adulación con doble sentido y la crítica de cartón piedra. Donde cada cosa, cada calle, cada persona tiene un nombre propio y distinto, como si hubieran sido renombrados uno a uno por “Funes el memorioso” de Borges” y compartió sensaciones propias al caminar por "las calles adoquinadas por las que andan mujeres que se escurren en las casapuertas hasta hacerte dudar si realmente las has visto”.

Por último, el director de la SER se volvió a situar con su memoria en Radio Cádiz: "si esta condición con la que se me honra y enorgullece a los míos incluye sentir que nunca te has ido aunque lleves casi veinte años fuera; si es que esto conlleva la sensación de que aún sigues en Radio Cádiz" […], "y si como defensor y militante de esos deseos y prerrogativas se encuadra esta distinción que me conceden el Ateneo gaditano y la Fundación Cruzcampo, me gustaría decir que, humildemente, me siento un gaditano de ley”.

DISCURSO ÍNTEGRO:

 Presidenta de la Diputación

Presidente del Ateneo

Presidente de honor de la Fundación Cruzcampo

Amigos,

Antes que nada toca ser muy agradecido. Muchas gracias al Ateneo, a la Fundación Cruzcampo y cada uno de los miembros del jurado por esta distinción que, es obviamente, subjetiva y reducida al mínimo exponente. Todos sabemos que hay miles de paisanos y paisanas merecedoras de esta misma ley. Un trompetista que tocaba en la banda de Woody Allen fue una vez a recoger un premio y dijo: "este premio no me lo merezco. Pero tengo diabetes y tampoco me la merezco. Así que bienvenido".

Lo primero que uno se pregunta es qué significa ser gaditano de ley. Porque más allá de la metáfora y del cariño del jurado que con tanta generosidad me honra, lo primero que se deduce es que al menos uno no es un fuera de la ley. Es como aquello de Cádiz, ciudad constitucional. Faltaría más. Pero supongo que no se es gaditano de ley solo por cumplir la Constitución, atenerse al código penal y estar al día con Montoro.

Así que toca rebuscar para ver si uno es capaz de identificarse con lo que se supone que significa ser gaditano de ley. Y después habría que elaborar el censo con el nombre de los miles de gaditanos y gaditanas que serían de ley según unos parámetros que aún no hemos identificado.

Si por ser gaditano de ley se entiende estar comprometido con tu ciudad y tus paisanos, lo soy.

Si por gaditano de ley se entiende sentir pasión por las cosas de tu tierra, lo soy.

Si se trata de estar dispuesto a arrimar el hombro, de no sucumbir al tópico, de llevarlo en la boca un "Soy de Cádiz", si esta condición también exige que el olor a yodo y marea baja te reconcilie contigo mismo, si implica no quedarse indiferente cuando se cruza el puente-puente, o sea, el Puente Carranza.

Si por gaditano de ley también se entiende rebelarte porque ves que Cádiz aún no está donde quisiéramos; si se entiende que el gaditano de ley tiene que ser inconformista hasta que todos tus paisanos puedan hacer en esta ciudad su proyecto de vida, lo que implica tener un trabajo digno, una vivienda y un futuro para sus hijos; si se entiende que el gaditano de ley ha de desear que esta sea una ciudad cosmopolita, culta, elegante, que fomente el debate público, plural, enriquecedor y de calidad; que sea una ciudad abierta y a la vez que disfrute y , pues sí, me siento un gaditano de ley.

Este honor se lo hacen además a uno que ha nacido en Nigeria, donde mi padre, Antonio, medico gaditano; y mi madre, Esperanza, de Ayamonte, trabajaban en un proyecto hospitalario con una ONG en una selva ignota. En el mismo lugar del oeste africano, cerca del Golfo de Guinea, donde le dio la gana nacer a otros gaditanos, entre ellos a Ernesto, sobrino de Moncho Pérez Díaz Alersi. Es cierto que quien les habla, con nueve meses ya vivía en el Balón, a la espalda del Hospital de Mora, aunque asumo que esa recrianza caletera no borra el pecado original.

Y por último, si esta condición con la que se me honra y enorgullece a los míos incluye sentir que nunca te has ido aunque lleves casi veinte años fuera; si es que esto conlleva la sensación de que aún sigues en Radio Cádiz con Yélamo, Alarcón, Fernando, Theo y Paco Pepe; y si como defensor y militante de esos deseos y prerrogativas se encuadra esta distinción que me conceden el Ateneo gaditano y la Fundación Cruzcampo , me gustaría decir que, humildemente, me siento un gaditano de ley.

Y añadiría que ese sentimiento acrecienta el compromiso, que es mitad razón y mitad emoción. La parte del hemisferio que libera lo racional nos dice que aquí hay potencia, talento, condiciones y ambición para que el futuro de Cádiz sea extraordinario.

La parte emocional nos dice simplemente que haya o no futuro pertenecemos al territorio y aquí tendremos siempre nuestro paisaje y nuestro paisanaje, aquí están las gentes y las cosas que de verdad importan. Porque aunque uno tiene su domicilio donde está su trabajo y su familia - Tere y Antonio- lo cierto es que eso es solo una dirección postal. Una cosa es tu domicilio y otra tu casa.

Tomo prestadas las palabras del colombiano Álvaro Mutis cuando conoció la casa de la calle Capuchinos donde vivieron sus ancestros, entre ellos el célebre botánico, otro gaditano, quien lideró durante 30 años la expedición al reino de Nueva Granada: "El secreto de mi sangre / la voz de los míos/ y digo Cádiz para poner en regla mi vigilia/ para que nada ni nadie intente en vano desheredarme una vez mas/ de lo que siempre ha sido el reino que estaba para mí".

Juan Ramón Jiménez habló en su "Diario de un poeta recién casado" de las raíces y las alas. Y lo dijo así: "Que las alas arraiguen y las raíces vuelen". Los gaditanos tenemos raíces y alas. Las raíces son muy profundas. Esta tierra nos dota de unas emociones colectivas muy potentes. Se eleva hasta el infinito la sensación de pertenencia.

Ser de Cádiz es ser parte de una tribu. La tribu son tu familia, tus amigos, que son tu familia elegida. Existe ese latido de la sangre, una profunda comunión con la ciudad hermosa que tanto se recrea mirándose y cantándose a sí misma. No se quiere más a tu tierra porque sea la más próspera o la más bella: se le quiere porque es la tuya.

Dedicamos poco a tiempo a reflexionar sobre el sentimiento de pertenencia, que es tarea para la psicología. Y no lo hacemos básicamente porque el ejercicio de sacar fuera lo que tenemos dentro ya nos lo permite el carnaval. Las coplas nos ahorran a los gaditanos el diván del psiquiatra. El carnaval, especialmente el de la calle, debería estar subvencionadlo por la sanidad pública. Es un bien colectivo que reequilibra las almas y las cabezas cada doce meses.

Pero acompáñenme en un breve paseo por Cádiz en un intento de rebuscarme hacia adentro e intentar comprender por qué juramos cumplir esa ley que nos ata a la ciudad.

Es imposible sustraerse tanto al canto colectivo como al encanto decadente de una ciudad que se conserva, pese a todo, bella e intacta en su armonía arquitectónica y su trazado, que pese a ser un dédalo siempre se abre para acabar en el mar.

La ciudad que es consecuencia de su historia: amurallada y jalonada por baluartes por sus necesidades defensivas, la ciudad que creció hasta encallar en la propia escollera que marca el dominio del mar y ahí se quedó, flotando sobre palafitos ostioneros; la ciudad embellecida por las casas palacio de mármoles genoveses y patios porticados de los comerciantes que se asentaron en nuestra ciudad para el comercio con América.

Venían de Francia, de Italia, Portugal e Irlanda. Se ape-lli-da-ban Lasqueti, Bocanegra, Parodi. También McPherson, Osborne o Terry. Sicre, Chanivet y Beigbeder. También Horh, Zillberman y Muller. Eran Cirici, Capineti, Morenati, Súnico y los Scapachini, una saga familiar especialmente dotada para el arte del cuarteto.

Y también llegaron comerciantes del país vasco y Navarra. Y más tarde los gallegos y los montañeses, pero esa es otra historia.

Cádiz fue punto de encuentro. Hoy, América y nuestro minuto de gloria ilustrado con el 1812, son las ideas más importantes que gravitan sobre nuestro pasado. Lo que fue la ciudad y las trazas que quedan. Pero que debería ser a la vez un ideal y una emoción recíproca. La vocación americanista de Cádiz solo puede proporcionarnos satisfacciones.

Además de los recuerdos en mármol de muchos próceres del otro lado del charco, del nomenclátor y de las guayaberas del Yucatán o Sancti espíritu que tanta gente honra en esta ciudad, déjenme rendir hoy un pequeño homenaje a la Real Academia Hispanoamericana de ciencias, artes y letras, fundada por Cayetano del Toro en 1909 y pilotada con entusiasmo por Antonio Orozco Acuaviva en su etapa contemporánea. Se fundó con los fondos que donaban presidentes y embajadores de todos los países del otro lado del charco. Hoy existen en Latinoamérica delegaciones y filiales de la academia gaditana con el objetivo compartido de ejercer su influencia entre los países que hemos quedado unidos por una lengua común. Trabajo de la sociedad civil gaditana merecedor de más apoyos e impulsos.

América, con su profunda huella, hizo de Cádiz la ciudad americana y trasatlántica. Y esa es una buena pista de futuro, no solo de pasado. Quien tenga la tentación de mirar hacia adentro, que la aleje. Seremos una ciudad más interesante cuanto más miremos hacia afuera. Justo donde se cruzan las raíces y las alas.

En la Alameda, sobre la muralla que cegó la llamada hasta el siglo XVIII Caletilla de Rota, en lo que abarcan tres glorietas octogonales con fuentes de azulejo y cerámica vidriada, está contada nuestra historia en mármol y bronce. Vemos el busto de José Martí, héroe de la independencia cubana, muy cerca del monumento al Marqués de Comillas, quien con los vapores de su empresa "Antonio López" cubriría la travesía entre Cádiz y La Habana. Como nos informan los carteles impresos en la antigua imprenta medica , también con la naviera Pinillos, otros vapores unirán después Cádiz con Veracruz, Cartagena de Indias y Portobelo, en Panamá, donde aún se observan los restos de un antiguo fortín que bien podría ser el castillo de santa Catalina o el habanero del Morro.

Según los trabajos del profesor García-Baquero, fuente indiscutible de autoridad, 1.592 navíos se desplazaron entre Cádiz y América entre 1717 y 1765, los escasos cincuenta años que duró el monopolio.

Tabaco, cacao, añil, palos de tinte, papel, cera, tejidos de Francia e Italia, plantas medicinales, estaño, vino, aceite, aguardiente y caudales. A esta lista se le pone música y sale sola una abanera.

Nos habíamos quedado en el busto de José Martí. A su vera, el de Ramón Power, prócer portorriqueño, el único representante de las colonias que estuvo en la apertura de las cortes de 1810 y posteriormente en las de Cádiz. Sus restos, que permanecieron enterrados en el oratorio de San Felipe Neri durante un siglo, fueron trasladados recientemente en el Juan Sebastián Elcano a su tierra natal.

Si continuamos el paseo saludamos el busto de José Rizal, héroe nacional filipino, otra huella transoceánica; O el de Miguel Grau, el gran almirante del Perú. O el del Juan Pablo Duarte, padre de la patria dominicana, cuyo padre nació en Vejer.

Y encuadrando el paseo, la glorieta Carlos Edmundo de Ory: nuestro postista, un sabelonada, como le gustaba llamarse, el poeta que se preguntó de qué color es el silencio y que proclamó ceremonioso y trascendental que en su casa cerca de Amiens, en el norte de Francia, se chupaba los codos porque le sabían a la sal de su tierra.

Dando sombra al paisaje americano, los ficus centenarios que llegaron de Australia para conmemorar el centenario de la Pepa y arraigaron frente al Carmen y en el Hospital de Mora.

Y una última parada, un último busto, el del nicaragüense Rubén Darío. Un busto que fue robado de su pedestal hace unos años y semanas después fue hallado en una maleta. Ocurriendo ese monumenticidio en Cádiz, descartemos el móvil económico y el bronce para entender el robo. No fue un ladrón, fue un poeta enamorado. No existe otra ciudad en el mundo en la que los poetas enamorados roben bustos de Rubén Darío.

 Es lo que tiene sentirse gaditano, que se pone uno a dar paseos por la ciudad y por su historia y se enreda. Una de las cosas que mejor hacemos y más nos gusta a los gaditanos es enseñar nuestra ciudad a los amigos que nos visitan.

A veces, cuando nos falta algún dato o nos baila alguna fecha, metemos alguna mentirijilla. Pero es sin maldad. Sean autoindulgentes que están perdonados.

Además del Cádiz americano hay al menos tres Cádiz más.

El Cádiz de la música.

Aunque ya desmochada de templete, Cádiz es una ciudad musical. Pocas ciudades tienen esa rara condición. No solo porque las cosas se dicen cantando cada febrero, sino porque existe un talento colectivo, una riqueza y un mestizaje musical que convierte en cultura cada manifestación. Como lo son las músicas de tangos y pasodobles, con su ramalazo de ida y vuelta. Como dicen los argentinos de Gardel, Paco Alba cada vez saca mejores comparsas. Y después, para mí: Cañamaque, todo lo del Gómez y Emilio Rosado, los tangos de Antonio Martín y los pasodobles del Noly.

La ciudad musical de Chano Domínguez tocando Django con el Niño Josele buceando por los vericuetos del jazz o en los territorios donde todos los sonidos confluyen y se vuelven negros y flamencos; o el otro Chano metiendo el listín telefónico por bulerías o Juan Villar y David Palomar con el quejío agrietado. Las siete palabras de Hadyn para la Santa Cueva y la Atlántida de Falla, como referencias clásicas. Falla que, en realidad, fue otro emigrante gaditano. Él se fue a Madrid y Granada y ahora se van a Castellón. Ciudades musicales: La Habana, Nueva Orleans, Sao Paulo, Londres. Sevilla, Jerez y Cádiz.

Y que suene la marcha Ecce Homo de Eduardo Escobar, una pieza fúnebre entre las mejores, testigo del Cádiz más elegante y profundo.

También hay un Cádiz del mar si es que el mar y Cádiz no son la misma cosa

El mar que nos trae la voz de Alberti en su bajel buscando el salitre. Está el mar que se llevó al Juan Cantueso de Fernando Quiñones a hacer las Américas y a enredarse en pendencias marinas. Y aunque era un pájaro de cuidado, evocaba la libertad y a Cádiz como puerto de salida de todos los sueños. También de Quiñones y el mar, el relato de la chova preñada de chovitas.

El mar y la arena de los cuadros de Carmen Bustamante, cuya paleta embellece la realidad.

El mar por donde llegó el corsario Drake; del que sale el plancton y las luminiscencias de Ángel León, las tortillitas de camarones de Gonzalo y la morena adobada del extinto Bar la Isleta. La orilla a la que llegaba el barco de la hora de Rota con tomates y calabazas.

El mar que iba a sustentar el cementerio marino de Eduardo Mangada a comienzos de los ochenta, un camposanto inspirado en el de San Michele de Venecia y que nunca fue y por lo tanto tuvimos que renunciar al placer de dioses de que una vez rematada la faena nos hubieran comido los peces por los pies.

El mar que se tragó el barco del arroz y la patera del mangoli. El de las piedras con nombre propio y el del Pantera, el hombre rana de Cádiz. Y el mar de Cádiz del cuarto viaje de Colón a Santo Domingo y Honduras.

El mismo mar que llegaba a la calle Plocia con luces rojas; el mar que es Hale Berry saliendo de la Caleta con un bikini naranja y oro. El de las jogaíllas y los vendedores de marisco, el que espera el último galeón de García Márquez y el del sextante en la trastienda de José Mari en Santa Inés.

El que baña San Sebastián, Santa Catalina, la Candelaria y demás baluartes mártires.

El mar del lenguaje de la mar de Javi Osuna, quien recuerda que en Cádiz a la enemistad se le llama "poner la proa", y que la pelota no se cuela en un tejado sino que "se embarca". Y que cuando alguien va a recuperarla no trepa sino que "marinea".

Y el mar que prestó el más hermoso epitafio a Emilio López Mompell cuando ya a punto de abandonarnos lo llamé para preguntarle como andaba y me dijo: Antonio, ya tengo el práctico a bordo.

Y un último Cádiz: el del realismo mágico.

El de los personajes impagables, el del micro lenguaje, el del gesto sin medir, la mueca inteligente, la adulación con doble sentido y la crítica de cartón piedra. Donde cada cosa, cada calle, cada persona tiene un nombre propio y distinto, como si hubieran sido renombrados uno a uno por Funes el memorioso de Borges.

El Cádiz de la gente que tiene gracia, no el de los graciosos.

El realismo mágico de un croqueteo, en feliz hallazgo linguístico del director del influyente blog "Con la venia", una publicación que se podría haber sumado como periódico satírico, como libelo a juicio de otros, a la prensa de las Cortes. En ese realismo mágico a la gaditana un croqueteo siempre es un coqueteo con el arte del gañote vil, que libera la pugna entre la tensión emocional y la realidad. Y si faltaba algo para cuadrar nuestro realismo mágico con la que ha caído este invierno casi superamos ya los cuatro años, once meses y cuatro días que estuvo lloviendo sin parar en "Cien años de soledad".

Ese Cádiz existe pero no existe. No es oficial, no hay censo ni registros. En sus confines nadie gobierna pero no hay alteraciones del orden público ni rebeliones. Ni sus líderes, que los hay, se fugan a Berlín. ¿Qué se les habría perdido en Berlín dios mío de mi alma?

Pero en ese territorio las fronteras están hechas de palabras. Tiene un lenguaje propio y polisémico. Palabras que dicen lo uno y lo contrario, que afirman y niegan, que significan una cosa y otra pero que se entienden perfectamente si se tiene contexto gaditano.

Es el Cádiz del cartel de no se fía pero se convía. El de póngame 100 gramos de jamón pero bien despachaíto que es para un enfermo. La ciudad en la que es posible encontrar los 70 tomos de la enciclopedia Espasa en los anaqueles de un ultramarinos, entre latas de mejillones.

Las calles adoquinadas por las que andan mujeres que se escurren en las casapuertas hasta hacerte dudar si realmente la has visto. El territorio de la onomatopeya y el saludo gutural. Un diccionario viviente sin academia. Es el Cádiz de los diminutivos. En el que un "cogerlo ahí" dicho a tiempo no expresa delación sino cariño.

Desde ese Cádiz se patrocinan viajes cotidianos a los lugares que ya no existen convirtiendo al casco antiguo en una Cómala fenicia para Rulfo, a Puertatierra en un Macondo amarillo y azul y a la caleta en un río Magdalena donde las pateras pilotadas por Maqrol el caletero ponen rumbo al Faro de las Puercas remontando la playa con asmática tozudez.

Es un Cádiz que en vez de enredaderas cultiva bombonas de butano en los balcones, utiliza el mono de astilleros como bandera y presenta armas con cañas del país.

Y en ocasiones el realismo mágico a la gaditana declina en surrealismo, con el Beni como sacerdote supremo pero también en el Melu con un destornillador en la mano embarcado en la Trastlántica o en las noches de embustes verdaderos de Pericón e Ignacio Espeleta. O el surrealismo de tener suelos en barbecho durante 20 años en una ciudad que carece precisamente de eso, de suelo. Es como si los beduinos cegaran los oasis.

Una ciudad insular con peña de cazadores, una pasarela que servía para ver el fútbol gratis. Es el paisaje con una tienda que se llama el millonario aunque te parezca imposible hacerse rico vendiendo trompetas de plástico y bombitas fétidas. El realismo mágico del más mágico de los jugadores, con su habilidad y sus mitos a cuestas. Una ciudad que tiene un cura rojo y obrero que dedica su vida a ayudar los inmigrantes, al que llaman GRA-BIEL y al que queremos mucho.

Es el halo mágico que envuelve a una ciudad en la quepetisú Ángel Torres Quesada, entrepetisus  y palmeras de huevo en la pastelería Orcha, escribió medio centenar de novelas de ciencia ficción bajo el seudónimo de Thorkent.

Ese es un Cádiz a veces nihilista, otras anarquista, y en ocasiones, directamente pasota. Que ignora los semáforos para cruzar y vaga por cualquier calle sabiendo que siempre llegará al mismo sitio. Hay un ecosistema propio que no siempre es fácil de comprender. Y aunque como dijo el sabio, visto de cerca nadie es normal, ese Cádiz que se asemeja al del tópico, al de los personajes que son carne de televisión, al del chistoso profesional y quillo cántame algo, en realidad es un Cádiz profundo que cuando se libera de las adherencias e impurezas de la impostación exhibe una forma magistral de "vive y deja vivir". Prioriza lo que importa frente a lo superfluo y resuelve el día a día con urgencia relativa, sin pensar si habrá un mañana sin levante fuerte en el Estrecho mientras escucha al reloj del ayuntamiento dar las horas con música de Falla y el Ave María tres veces diarias.

Y es, por último, la ciudad en la que la perfecta y exacta aritmética de su magia tiene una medida única y religiosa: dos aceitunas por cada copa de manzanilla.

Disculpen, pero esta no es una ciudad más.

Es esa mirada sobre Cádiz la que siempre nos vuelve a emocionar y nos reconecta con el presente. La que nos dice que tenemos mucha suerte por haber heredado una ciudad tan hermosa y unos atributos históricos y culturales tan relevantes. Y hay algo que nos empuja a comprometernos con Cádiz. A arrimar el hombro.

Debe ser esa pulsión la que nos convierte en gaditanos de ley.

Tenemos que acabar con el malditismo, con la resignación y la moral de derrota. Sintámonos todos llamados al trabajo colectivo. Convoquemos a nuestros paisanos a esa labor para que, más que nosotros mismos, Cádiz sea de ley. De pura y vieja plata de ley.


EL DISCURSO COMPLETO EN ESTE ENLACE:

https://youtu.be/PZ2N4BeEsCE

 
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