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Rosario Pérez Villanueva

‘Cuestión de confianza’

Con la confianza en la Justicia pasa como con la confianza en la pareja o con la fe en Dios, en cualquier Dios… que cuando se pierden, sean cuales sean los motivos, resulta muy difícil recuperarlas

Firma Rosario Pérez, "Cuestión de confianza"

Firma Rosario Pérez, "Cuestión de confianza"

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Algeciras

El otro día leí que con la confianza en la Justicia pasa como con la confianza en la pareja o con la fe en Dios, en cualquier Dios… que cuando se pierden, sean cuales sean los motivos, resulta muy difícil recuperarlas. La diferencia radica en que el amor y la fe son (y no deberían dejar de ser) cuestiones íntimas y personales, mientras que la confianza en la Justicia es uno de los pilares fundamentales en los que se basa nuestra convivencia con otros seres humanos, y, por tanto, una cuestión social y de ineludible interés general.

Empieza, por tanto, a ser preocupante, que de un tiempo a esta parte, en nuestro país, después de más de cuatro décadas de democracia, parezca haber tantas ocasiones para desconfiar de la acción de la Justicia… Las está habiendo en la aplicación de los límites a la libertad de expresión; en el exceso de celo a la hora de proteger determinados sentimientos religiosos, en la laxitud con que, por el contrario, acaban siendo penados algunos escandalosos casos de corrupción, y, sobre todo, en la desasosegante sensación de indefensión que provocan algunas sentencias, y algunas penas, relacionadas con los más aberrantes de todos los delitos: la violencia de género, la violación, el asesinato y el terrorismo.

En estos días de indignación generalizada y acalorados debates, a raíz de la contradictoria sentencia del caso de “La Manada”, han sido muchas las voces, “autorizadas” o no, que han coincidido en que nuestro Código Penal necesita una reforma, sí… pero también en que dentro del mundo judicial resultaría sana y aconsejable un poquito más de autocrítica. Nadie es infalible, en ninguna profesión, los jueces tampoco… Pero, como en toda profesión, no se puede pretender no estar expuesto a la crítica, ni mirar por encima del hombro, desde lo más alto de una atalaya inaccesible, a millones de personas más o menos informadas.

La opinión pública, en democracia, tiene derecho precisamente a eso: a opinar sobre cuestiones de interés público… No hace falta ser licenciado en Medicina para quejarse por un atención sanitaria inadecuada, ni licenciado en Arquitectura para reclamar si se observan daños en una vivienda, ni licenciado en Pedagogía para protestar si detectamos un caso de acoso, contra el que no se actúa, en el colegio donde estudian nuestros hijos… Por esa misma regla de tres, no es necesario haber estudiado Derecho para poder cuestionar una sentencia si nos parece injusta, absurda, machista, vejatoria y contraria al sentido común.

Dicen que no hay nada que aleje más a la ciudanía de los políticos a los que vota que la sensación, más o menos intensa, de sentirse engañada y estafada… Visto lo visto, no sé si el que acuñó esa frase estaría o no en lo cierto. Lo que sí creo es que nada nos aleja más, como sociedad, de quienes tienen la obligación de defendernos y ampararnos, que la sensación de que la justicia no es igual para todos; de que, en demasiadas ocasiones, las víctimas parecen recibir menos comprensión que los verdugos, y de que, en esas ocasiones, la balanza acaba inclinándose, finalmente, del lado equivocado.

Al menos, el daño irreparable sufrido por una chica que podríamos haber sido cualquiera de nosotras, cualquiera de nuestras hijas, nuestras nietas, nuestras sobrinas, nuestras amigas… habrá servido para que a alguna gente se le meta de una vez en la cabeza que NO es NO. Y que el sexo no deseado es siempre violación, le pongamos el nombre que le pongamos, sean cuales sean las circunstancias, y diga lo que diga (todavía) nuestro Código Penal.

 
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