‘Barriada de los pescadores’
La Marina, o Acera de la Marina, era el punto de encuentro entre el puerto y la ciudad
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Firma Antonio Pérez Girón, "Barriada de los pescadores"
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San Roque
La Marina, o Acera de la Marina, era el punto de encuentro entre el puerto y la ciudad. Comprendía una zona amplia, desde la calle Pescadería a la orilla más próxima del río de la Miel. El Hotel Marina Victoria era uno de los establecimientos más destacados y conocidos, aunque en toda la zona se distribuían restaurantes y bares. Las terrazas estaban muy juntas, y se diferenciaban por los grandes toldos que en forma de arco tenía cada una de ellas, con el nombre correspondiente del establecimiento. La parada de bus se hallaba junto al puerto pesquero, llamando la atención la gran cantidad de embarcaciones allí ancladas, con nombres tan sencillos y familiares como Juan y María, Niño José, Gaspara y otros más marineros como Punta Europa o Faro de la Mar.
El trabajo en el mar llevaba a mi tío a embarcarse en El Especial, un pesquero que faenaba habitualmente frente a las costas de Larache, en Marruecos. En otros momentos, también pescaba en la bahía.
El reparto de una pequeña parte de la captura entre la tripulación del barco era tradicional, haciendo que este alimento estuviese presente en los hogares de marineros con relativa frecuencia. A expensas del producto del mar, las gentes de la barriada mantenían un viejo código de vecindad y de tradiciones marineras.
Las noches de invierno eran candelas de carbón, atizadas con sopladores de palma, las conocidas por copas que alumbraban las puertas de las casas cuando la tarde comenzaba a caer.
Hubo períodos que faenaba en la bahía con pequeñas embarcaciones. Entonces, cuando los temporales de levante se prolongaban durante varios días, mi tío permanecía observando el mar desde la ventana de su casa. Mi tía le recordaba que con aquel temporal no se podría pescar. Pero él seguía con la vista fija escrutando las olas. Era un sabio de los vientos y las mareas. Cuando no había rompiente se colocaba el chaquetón y se dirigía a la casa de los pescadores para llamarles. Encarnaba muchas veces la figura del “llamador”, la persona encargada de avisar a los marineros cuando el tiempo amainaba y se preveía buena captura. Los llamadores no necesitaban del reloj y tan sólo se guiaban por los luceros.
La mañana irrumpía con sonidos propios y monótonos: la sirena de los barcos y de las dos conserveras cercanas, el ruido de la puerta desencajada, tan contumaz y escandalosa, como la tos crónica de mi tío, o el cántico de los pájaros inundando el durazno del patio. El lenguaje del barrio de los Pescadores, que hoy tan sólo vive en el recuerdo.