Silencio
El silencio nos permite puntuar la palabra hablada, enfatizar o llamar la atención sobre lo que vamos a decir, y, sobre todo, el silencio nos proporciona el tiempo suficiente para pensar una idea
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Nuestros antepasados solo tuvieron que suavizar el silentium romano para llegar al silencio. Aquel silentium derivaba del verbo silere, estar callado, y con esa palabra nombraban hace siglos en Roma lo mismo que hoy aquí: tanto la ausencia de ruido como la abstención de hablar. Aunque para este último sentido tenían también la palabra tacitus, que igualmente heredamos para referirnos a lo silencioso o a lo que se sobreentiende. Y por eso llamamos taciturno a la persona melancólica o callada.
Hay un silencio bueno, el voluntario, el que nos hace "huir del mundanal ruido", en palabras de Fray Luis de León. Y otro malo, el impuesto. Y a lo largo de la historia nos han bombardeado con refranes que venían a decir que calladito se está mejor: en boca cerrada no entran moscas, uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras... Pero hoy toca reivindicar el silencio bueno que, paradójicamente, es motor de la palabra. Porque el silencio nos permite puntuar la palabra hablada, enfatizar o llamar la atención sobre lo que vamos a decir, y, sobre todo, el silencio nos proporciona el tiempo suficiente para pensar una idea, decidir las palabras con las que expresarla y articular correctamente las oraciones antes de lanzarlas al aire. Un prodigio que se produce en microsegundos y que, si lo penáramos, nos haría enmudecer.