La nieve en el norte
La Firma de Borja Barba
Palencia
Ya han caído los primeros copos de la temporada otoño-invierno en nuestra Montaña Palentina. Matizo: hablando con propiedad, es la segunda nevada que vemos. La anterior, la de finales de noviembre, fue tan tímida que ni siquiera dio su nombre al presentarse. Apenas trajo consigo la friura que la acompaña.
La nieve tiñe de blanco en estos días la escarpada franja norte de nuestra provincia. Esa hoja de sierra que se yergue como El Muro custodiado por la Guardia de la Noche. Colosal, magnífica e imponente. La nieve, que aún persiste a estas horas del miércoles, hace parecer aún más grandes e inaccesibles los dosmiles que jalonan el extremo septentrional de la provincia, desde Velilla del Río Carrión hasta Salcedillo.
Pero, ¿hasta qué punto los palentinos vemos reflejadas nuestras particulares emociones en el clima que nos ha tocado en suerte vivir? ¿En qué medida podemos concluir que el seco frío invernal, como la niebla persistente o las heladas de madrugada, ha contribuido a que nuestra provincia se vea configurada cultural y socialmente como lo hace? No cabe ninguna duda de que la meteorología desempeña un papel fundamental en la forja y la definición del carácter de un pueblo. Y no descubrimos nada nuevo si afirmamos que existe una potente carga genética ajena al genoma y asociada a la climatología.
La lengua sami, hablada en un vasto territorio repartido entre Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia que permanece cubierto de nieve hasta ocho meses al año, recoge hasta un centenar de palabras diferentes para referirse a la nieve. Hay una palabra para la nieve recién caída, para la nieve ensuciada por el paso de los rebaños de renos, para la nieve helada que al romperse puede producir cortes en las patas de los animales o para la nieve que se derrite de inmediato al contactar con la superficie.
La nieve es patrimonio del pueblo sami, que ha sabido hacer de la inconveniencia virtud y ha logrado adaptarse a un clima hostil haciendo del mismo una seña de identidad. Sin llegar, por supuesto, a tales extremos, la nieve forma también parte del patrimonio de nuestra provincia y condiciona la vida de las gentes de la Montaña. Ha modelado sus costumbres, su manera de relacionarse e incluso su carácter. Los niños se alteran cuando va a nevar como pequeños hombres-lobo en vísperas de plenilunio, mientras los más ancianos se refugian prudentes en sí mismos, con esa actitud tan representativa de “aguarda a ver”.
La nieve detiene el tiempo. Es suave, amortigua las ondas sonoras del insoportable estruendo de la actualidad y dulcifica el paisaje para quien se limita a disfrutarla y no se ve obligado a padecerla. Porque, detrás de su cara más fotogénica y amable de fin de semana, la nieve esconde una incómoda realidad para quienes se ven obligados a convivir con su presencia en el día a día. En la carretera, en el colegio o amontonada en las calles. En la Montaña Palentina la nieve no detiene la vida ni es consecuencia de una confabulación político-climática, como ocurre en otros escenarios. La nieve, en los meses invernales, es un habitante más con el que hay que aprender a convivir.
Mientras los más mayores se afanan, como cada año, en recordarnos que ya no nieva como antes y que los inviernos de hoy ya no asustan como los de ayer, el manto blanco seguirá causando dificultades y protagonizando fotos a partes iguales. Y lo hará hasta que suban las temperaturas, llueva y definitivamente se funda y se difumine como un amor adolescente. Desapareciendo para siempre y llevándose consigo todas las huellas holladas sobre su superficie.