A manos llenas
Juan Miguel Alonso
León
Si el regreso del rey demérito a la patria deja un rastro de bochorno apenas soportable para las conciencias libres y ciudadanas, la imágenes de las mesnadas juancarlistas vitoreando al ladronzuelo coronado invitan directamente a la náusea.
Y explican mejor que un máster en Salamanca los triunfos electorales de la amplia nómina de corruptos de la que disfrutamos en esta unidad de destino en lo universal llamada España.
Uno puede ser maronita, isabelino, troskista o testigo de Jehová, pero , conviene no caer en la idiocia, so pena de quedarse a vivir en ella para siempre.
Si sacamos en procesión a un trincón de manual, a un mentiroso compulsivo, a un defraudador comprobado, qué podemos pedir a nuestros paisanos, qué exigencia moral cabría exigir a quienes nos desgobiernan, qué modelo de comportamiento cívico proponemos a nuestra infantería. La respuesta es obvia: ninguno. Cero. Nada.
Si la cabeza del estado está tomada por un epítome del fraude, de la comisión, del trinque descarado y campechano marca España, ese veneno se desliza imparable por todos los peldaños de la vida pública hasta instalarse en los despachos de ministros, alcaldes y consejeros.
Las ovaciones y aleluyas, las reverencias y genuflexiones que hemos visto estos días en Sanxenxo, son el peor abono posible para el cultivo de una España decente, de un patria limpia en la que todos podamos sentirnos incluidos, sin las cadenas de las banderas y los himnos, la de la ciudadanía honrada y cabal que nunca se postrará ante el espectáculo penoso del latrocinio y la desvergüenza.
