Los últimos barcos

León

Si fuera gallego dedicaría esta columna al escritor vigués Domingo Villar, fallecido ayer a la temprana edad de 51 años víctima de un infarto cerebral. Durante las peores semanas de mi vida la lectura de sus tres novelas (Ojos de agua, La playa de los ahogados y El ultimo barco) nos sirvió a mis hijos y a mí de muralla mágica frente al acoso continuo de las peores pesadillas.

En agradecimiento a su hermoso regalo literario, el pasado verano recorrimos algunos de los escenarios reales por los que transcurren sus obras y observan los ojos del inspector Leo Caldas: Vigo, Moaña, Nigrán, el bar Eligio o el restaurante Marusía.

Como no soy gallego, me aconsejo aparcar la isla de la literatura y reposar en esta tierra nuestra en la que los gritos y las coces se han adueñado del filandón público. Hasta algún sindicalista ocurrente casi nos llama tontos si no nos levantamos en armas contra la barbarie y con él de capitán. Al suco, que decían en mi pueblo (leonés, por si hay dudas) cuando el animal se torcía.

Como sigo ser gallego, diré que hace falta mucha indigestión mental para aprobar lo que acaban de aprobar en pleno los cuatro concejales del grupo popular que gobiernan el municipio de Quintana del Marco. La decisión de estos enterradores de reconvertir las antiguas escuelas del pueblo, cerradas desde hace cinco años, en un tanatorio es todo un símbolo del aire que se respira en algunos rincones de la España vacía.

Estos cuatro jinetes del apocalipsis, que piensan más en los muertos que en los vivos, representan, por desgracia, a la media aritmética de una buena parte de los pobladores de localidades leonesas como este municipio de apenas 350 habitantes.

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Ellos no gritan, pero su silencio es el peor presagio que vive aislado al otro de la carretera general.

Yo, tal vez un poco gallego, para sanarme volveré a la releer a Domingo Villar.