Opinión

El tesoro

La firma de opinión del catedrático de Producción Vegetal de la Universidad de Castilla-La Mancha, Jorge de las Heras

'El tesoro', la opinión de Jorge de las Heras

04:03

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Albacete

Prácticamente no hay descanso en la corta jornada invernal para Alejandro y Geli. El único alimento que llevan es la recompensa de los perros: unos cuantos paquetes de salchichas.

Tras ascender unos metros por la ladera empinada, Geli se para y aguza el oído. Ha escuchado un sonido seco y repetido. ¿Son disparos? Es zona de caza, pero no parece ruido de escopeta.

Hasta Alejandro lo detecta pese a su incipiente sordera, consecuencia de los fríos de la sierra. “Pum pum, pum”. Se acercan con precaución a la fuente del sonido, observando que los perros no muestran inquietud, lo cual les produce una cierta tranquilidad.

Alejandro se adelanta y observa que, detrás de unas aliagas, hay una pequeña abertura que da acceso a una profunda gruta. “Pum, pum”. Los golpes parecen salir de las entrañas de la tierra. Tras esperar un rato, deciden volver a casa, ya que la noche se les echa encima. Al día siguiente, Alejandro vuelve sólo con los perros.

Tras un largo rato de espera, vuelven a sonar los golpes en el silencio helado de la sierra. Introduce medio cuerpo en la gruta y grita: “¿quien anda?”. Los golpes cesan de inmediato. “¿Hay alguien?” repite con voz potente.

De repente, se oye una voz desde el fondo de la gruta: “¿Quién llama?”. “Soy Alejandro, el trufero”. Una figura aparece tímidamente en la boca de la cueva. “Aquí Paco, el de La Vegallera”. Se trata de un hombre desaliñado, con barba de varios días y cubierto de una pátina de polvo ocre.

Arrastra un arnés al que va unida una plataforma con ruedas, parece el soporte de una vieja lavadora. “A los buenos días, ¿qué se hace?” interpela Alejandro a la figura de ojos entornados. “¿Y usted?”.

“Busco trufas”. Alejandro quiere ganarse la confianza del extraño, que se muestra huidizo y con pocas ganas de plática. “Así que de La Vegallera. Yo tengo una conocida de allí: la carnicera”. “Ah, sí, la Juana. Mi socio, que en paz descanse le compraba el tocino todas las semanas. Se murió del mal de la manteca”.

“¿Y qué hace por estas simas?”, pregunta con curiosidad creciente. “Busco un tesoro”. Alejandro nota ahora que el desconocido tiene ganas de hablar. Recuerda aquellas viejas historias de tesoros de los árabes enterrados por la sierra o del botín de los bandoleros que pululaban por estos lares.

“Y cómo sabe que hay un tesoro, si no le molesta la pregunta?”. “Si me guarda el secreto, se lo cuento”.

“Tranquilo, confíe en mí que soy paisano, y de fiar”. “Porque lo sueño todas las noches, desde hace más de 15 años. Se dónde picar, porque cada noche, cuando duermo, veo la sierra y el sitio exacto del tesoro”. Alejandro comprende enseguida. Se trata del loco cuyas historias corrían de boca en boca por pueblo desde hacía tiempo.

“Llevo todos estos años buscando el tesoro, antes con mi socio y desde que murió, lo busco yo sólo. He cavado por toda la sierra, porque el tesoro nunca permanece en un sitio durante mucho tiempo. Está vivo, como el monte.

Por cierto, ¿quiere ser mi socio? Le ofrezco la mitad de lo que encontremos”. Alejandro se levanta de la piedra donde descansaba y le responde: “no gracias, mi tesoro me lo regala la encina cada invierno. Y me voy ya que se empieza a cubrir el cielo. Suerte, amigo y descuide, que no diré nada”.

Unos meses después se palpa inquietud en el pueblo. La Guardia Civil ha estado preguntando aquí y allá y Alejandro se acerca a uno de ellos. “¿Pasa algo, cabo?”.

“Nada, que se echaba en falta al loco de la Vegallera desde hace varias semanas y un familiar suyo dio la voz de alarma”. ”¿Y han dado con él?”. “Pues hace un rato, en una cueva, debajo de una roca que se había desprendido.

A su lado, había una caja con un mapa roto y una moneda antigua. De los moros, dicen que es”.

Alejandro se vuelve hacia sus perros, se agacha, y los acaricia con ternura, mientras se le escapa una lágrima de complicidad.

 
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