La Toga Sagrada

Morón de la Frontera.

El cine nos tiene acostumbrados a que los personajes verdaderamente humanos, en los que la gente encuentra su vivo reflejo, son los malos. Los buenos tienen siempre cara de santos y se conducen como tontos. Nadie quiere parecerse a ellos, ni representar su papel. Sobre todo porque, salvo raras excepciones, este lleva aparejado el voto de pobreza. Así es que, como en el cine, cuando de una institución se dice que “se humaniza”, ello significa que en cierto modo se maligniza. No en el sentido tumoral, claro está, pero sí moral. Vamos, que se envilece y aleja de la virtud. Como el hombre de la calle, ni más ni menos.

Así debe entenderse que nuestros poderes se humanicen. El ejecutivo y la oposición se agarran de las solapas a las primeras de cambio, en horario infantil, y pelean como gladiadores en el barro de Valencia. Al legislativo de bajísimo nivel que nos representa, más que legislar lo que le gusta es montar broncas de taberna. Y, como no podía ser una excepción, a la campaña de humanización se suma ahora el poder judicial.

Siempre se le había censurado por su frialdad, que empleaba para no deformar con el calor humano la sensible vara de la justicia. Pero ya no les importa afiliarse a la polarización, defender con amañadas sentencias los intereses del partido de sus amores, e ir con todas las argucias legales a su alcance contra la presa que ha caído en sus manos, y a la que casualmente se la tenían jurada tiempo ha. En circunstancias como esas pierden el control y se ciscan en el procedimiento. Sin embargo, y por perversa que sea la instrucción, demencial el fallo y ruinosas sus consecuencias para el justiciable, la miserable actuación de un juez sigue siendo una de las pocas cagadas del Estado democrático aún amparadas por el estatuto de impunidad. A lo sumo, será apercibido por el sanedrín de sus compañeros de gremio. Y pelillos a la mar. Como decía aquel mal barbero al que se le fue la navaja a la altura de la yugular, “fue un trabajito que salió mal”.