«Montejaque y la Libertad», la columna de Andrés Recio
«En la Guerra de la Independencia Española nació la llamada "guerra de guerrillas" tan recurrente y famosa después en otros lugares y que durante cuatro años trajo de culo al, hasta aquél entonces, invencible ejército imperial»
Morón de la Frontera
Un trabucazo como un trueno rasgó el aire de la mañana y el peripuesto oficial del ejército napoleónico rodó por la plaza del ayuntamiento con la cara convertida en un amasijo de tendones, huesecillos triturados y colgajos de carne y de sangre. A pocos metros de allí dos briosas mujeres montejaqueñas arrastraban por los pies a otro soldado francés mientras una tercera le aplastaba la cabeza con coléricos golpes ejecutados con un macizo y avellanado garrote de rabadán. La representación de la “Batalla de La Puente” de Montejaque ocurrida en octubre de 1810 durante la Guerra de la Independencia llegaba a su momento álgido cuando me percaté de la presencia de Francisco, un anciano de 85 años, el cual, tras medirme con la mirada un par de veces, se decidió a darle libertad a la sinhueso.
---Echamos a los franceses en el siglo XIX pero ahora este pueblo es inglés casi por completo -me dijo entreverando sus frases con frugales sorbos a un vino ligaíllo que sostenía en su mano izquierda. —Ya casi la mitad de las casas del pueblo han sido compradas por estos rubiascos pecosos -sentenció.
Mientras Francisco me ponía al corriente de la realidad de su pueblo en el escenario seguía corriendo la sangre, principalmente francesa, ante el iracundo ataque de las partidas de serranos caídas como jaurías desde las cumbres para liberar a las mujeres españolas presas de los gabachos. Un escopetazo en los hocicos por aquí, un navajazo al bajo vientre por allá, un escupitajo compacto y tamizado de negro tabaco por acullá, un insulto despectivo y castizo por acuallí. Los remilgados franchutes se revolvían y chillaban presos del terror al verse ensartados en navajones albaceteños de cuarenta centímetros de eslora.
---Treinta y cuatro años estuve yo en Alemania trabajando -me sigue contando Francisco-. Aquí, en los años sesenta, solamente quedaron el cura y el alcalde, porque más de quinientas personas nos fuimos allí a trabajar durante el franquismo.
En la Guerra de la Independencia Española nació la llamada "guerra de guerrillas" tan recurrente y famosa después en otros lugares y que durante cuatro años trajo de culo al, hasta aquél entonces, invencible ejército imperial. Francisco y un servidor seguíamos entre la multitud de espectadores, extasiados ante la sangrienta refriega representada en la coqueta Plaza de La Constitución que poco a poco se fue impregnando de un penetrante olor a pólvora. El humo ascendía sumiso, evanescente, buscando el penacho de coscojas y encinas que coronan la mole de piedra de varias decenas de metros que, flanqueándolo, cubren las espaldas del Ayuntamiento. Le pregunté a Francisco que por qué volvió al pueblo después de toda una vida fuera. El anciano me contestó que tuvo la suerte de que sus hijas se casaron con españoles, añadiendo, burlón y jocoso:
---¡Ja! ¡Eso me hacía a mí falta, que encima se hubieran casao con un cabeza cuadrá de aquellos!
Con una llamativa lentitud de movimientos -acompañados de aparentes temblores parkinsonianos- Francisco levantó su muleta, la colocó en posición horizontal y, como si de un pistolón de bandolero se tratase, me señaló con ella a una pareja de rasgos anglosajones que pasaba a nuestro lado:
---¿Ves? -me dijo con la voz estropajosa- ¡Esos dos mochuelos, por ejemplo, son del otro "lao", de Inglaterra o de Irlanda…, o de por ahí! Llegaron hace años y se compraron una vivienda dos casas por debajo de la mía.
Se mezclan sus palabras con los disparos y los gritos, con las risas, con las burlas y el asombro cómplice y ferviente del público. Tierra difícil, áspero y hermoso hogar de corajudos y orgullosos serranos. Al atardecer abandonamos Montejaque surcando una carretera de montaña horadada sobre imponentes paredes de piedra. Pienso en su gente, en mi país y sus claroscuros indelebles, en su herencia hiriente y sedante a partes iguales, en vagos ideales de amor y libertad, de justicia, de solidaridad. Y mi pensamiento suelta amarras revoloteando como los pájaros que al acabar el día buscan refugio para descansar, y que en la oscuridad, algunas veces, encontrarán frondosas y frescas arboledas, y que otras tantas sólo hallarán ruinas de odios y escombros de pólvora.