«¡Peligro!», así se titula el Paso Cambiado de Julián Granado

Morón de la Frontera

Sostenía Ortega y Gasset que el mundo es peligro. Al decir “el mundo” el filósofo se refería al progreso y a lo que hoy se conoce por globalización. Y al hablar de “peligro” quería decir “riesgo”, esto es, que lo internacional es arriesgado. Lo curioso es que dejaba caer la sentencia sin haber asomado apenas las narices más allá de la Europa de los Pueblos, por entonces todavía en pañales. Y en la que apenas unos años después se desencadenaría una feroz guerra mundial, para darle la razón a Ortega y sus temores. Claro que, para quitársela, sólo un siglo más tarde los novios se van de viaje de bodas a Tailandia, el single se larga a contemplar la aurora boreal desde un hotel de hielo en Laponia, y los forofos se pasan una semana en los juegos deportivos de la Conchinchina. Por no hablar de la enfermera de Soria que se va a trabajar a Londres, el tatuador de Sevilla que termina viviendo en Dinamarca, o la joven gallega que lleva años empleada en el Zara de Pekín.

La mayoría de esta españolidad flotante se encuentra de aquí a la distancia que se tarda en marcar un número de móvil. Y toda ella vuelve, definitivamente o de vacaciones, sana, salva y sin más incidentes que los propios del tránsito aéreo. Contra lo que se creía, la aventura es una práctica segura. El mundo en general (salvo por la negritud africana y el mar de los cayucos) es un lugar seguro, por contradecir al timorato de Ortega. De vivir hoy, el profesor de Metafísica podría comprobar cómo, en el mundo de nuestros días, el peligro es un artículo de lujo. El único peligro barato que va quedando es el que anida dentro de nosotros, en nuestras calcificadas arterias o nuestras células anómalas.

Pero, habida cuenta de que también ese riesgo lo vamos conjurando, y nos volvemos longevos como la mojama, habrá que darle una vuelta a la teoría orteguiana: el mundo no es peligro, sino aburrimiento.