Andrés Recio habla de «El Laberinto» de los tiempos modernos
«Basta mirar unos minutos una serie de anuncios televisivos para darnos cuenta de la trituradora de emociones en la que andamos metidos»
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La columna de Andrés Recio
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Morón de la Frontera
Basta mirar unos minutos una serie de anuncios televisivos para darnos cuenta de la trituradora de emociones en la que andamos metidos. Todo transcurre vertiginosamente en ese mundo. Es como caer en un laberinto paralelo, donde recibe algo parecido a una serie de descargas eléctricas, concebidas para que la siguiente consiga que te olvides del anterior lo más rápidamente posible, con el propósito último de que tu ánimo no asiente cabeza en ningún lugar concreto, ni en una imagen precisa, sino que vaya dando tumbos como una pelota de baloncesto de mano en mano, de bote, en bote de canasta, canasta.
Donde entregas tu voluntad para convertirte en un autómata inconsciente que solo retiene fogonazos de imágenes, de colores o de sonido, que representan iconos concretos mediante los que te hacen creer, además, que tú eres el dios magnífico a quien se entregan y sirven. Escribe Borges, en el Aleph, que un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres. Su arquitectura está subordinada a ese fin exclusivo. Abundan corredores sin salida, ventanas inalcanzables, puertas que dan a celdas y a pozos.
De un perfume, a un automóvil de lujo; de una joya, a un adelgazante milagroso; de un champán a un yogur; de un hidratante, a unas zapatillas; de un supermercado, a un banco; de una gomina, a unos vaqueros meados. Todo mezclado en un maremágnum fraguado al vacío, sin un soplo de oxígeno que te permita consensuar ni discernir, solo tragar, engullir, embuchar sin la menor esperanza de quedar nunca satisfecho. «Me sorprendo gratamente al ver tantas cosas que no necesito para ser feliz», decía Sócrates mientras paseaba por los mercados de la antigua Atenas.
Hablaba Antonio Escohotado en una magistral conferencia ofrecida hace años en la Complutense de Madrid, de la palabra innovación, designando a este término como la clave del pseudomaná con el que nos flagelan los tiempos modernos. La innovación al servicio de una salvaje superproducción fundada en el desgaste rápido de los elementos de consumo, para dar vida a otros nuevos elementos. Todo acelerado y altamente fungible: los productos, los sueños, la vida, los pensamientos. ¡Clink, Clink!, suena la caja registradora, llamando a su siervo, afilando los rebordes de su angustia. Campana, que actúa como gurú de un culto de forzadas necesidades que se sostiene sobre las ansiosas almas de millones de crucificados que día a día nos arrastramos a sus pies.
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