El resucitado

Él es el principio y el final de todo lo que somos, el origen de nuestra civilización y de una historia que no se entendería sin su influencia. Pese a eso, nos hemos hecho a verlo humillado y traicionado por la avaricia de sus hijos, acostumbrados siempre a recibir el perdón por sus errores incluso si estos le llevan a la agonía. Y así, cuando al fin se hace tangible en la infinita piedad de su misterio, oleadas de gente discurren desde los barrios antiguos y los nuevos para encontrarse con él: propios y foráneos, niños y mayores, pobres y súper pobres. Nada es capaz de reunir tanta devoción ni tantas atenciones como la crecida del río.

El Guadalquivir ha vuelto de entre los muertos tras varios días de lluvia constante y furiosa. Y por más que haya alterado planes y estropeado vacaciones, en esta provincia que tanto tiempo lleva mirando al cielo, nuestro río es el único resucitado que debería importarnos ver en la calle con la primera luna de la primavera. Lo siento por las cuentas de la hostelería y las reservas de los hoteles, aunque lo siento muchísimo más, aún desde las antípodas de la fe, por la ilusión de la gente humilde que espera todo un año para cumplir sus ritos. El año que viene habrá más suerte, esperamos que también con las lluvias y que caigan, como los premios de lotería, repartidas.

Pero hasta que llegue ese momento, mientras nos enviamos fotos y vídeos de saltos de agua y de presas desembalsando y de pantanos por fin llenos en el Norte -donde todavía, por cierto, no sale agua potable del grifo-, hay que recordar que el destino de los embalses no lo marcarán solo las lluvias. También el uso que nosotros, los mortales, hagamos de su contenido.

Solo uno de esos factores está bajo nuestro control. Para el resto, por el momento, no podemos más que pedirle al Papa que interceda ante quien corresponda.