La mudanza
A Coruña
Miré a través de la reja oxidada del portón, medio cubierto con plásticos. Al otro lado de la carretera se hallaba estacionado un coche patrulla del 092 con las luces encendidas. Todavía no había salido el sol y todo parecía gris, como un televisor con el contraste desajustado. A mi lado estaba mi fotógrafo, un tipo alto y fuerte, calvo y con barba, que sacaba foto tras foto quejándose de que no había suficiente luz. Le aseguré que ese día también saldría el sol y aproveché para contarle lo que me inquietaba. “¿No tienen la sensación de que últimamente solo cubrimos desalojos?”. Él se encogió de hombros, a lo suyo. Quizá temía de verdad que Lorenzo nos diera plantón. Lo cierto era que, de momento, allí solo estábamos nosotros.
“Allí” quiere decir las ruinosas casas de san José, al final de la avenida de Finisterre, justo antes de la refinería. Ya he escrito sobre ellas en un par de ocasiones así que, si no es la primera vez que me lees, puede que lo recuerdes. Un clan gitano se había apoderado de aquello después de que les expulsaran de Penamoa y se había puesto a vender heroína allí. A lo largo de los años, había aparecido en las noticias periódicamente, cuando había redadas, o denuncia de los vecinos. Los traficantes gritaban y amenazaban a cualquier periodista que se acercara y los fotógrafos preferían captar imágenes desde la Tercera Ronda, por si acaso. Pero desde que el Ayuntamiento había puesto en marcha el proceso de desalojo yo me había acercado en un par de ocasiones a charlar con ellos sobre el tema. El jefe del clan, un tipo con un ojo rojo (lo juro) me dijo que estaba seguro de que el desalojo era ilegal y que iba a esperar a la Policía con su abogado. Me había invitado a presenciarlo, y en eso estábamos.
Me había costado convencer a mi fotógrafo de que podíamos entrar en aquella fortaleza. Era una vivienda de dos pisos rodeada por un gran patio y un muro de más de dos metros, y el acceso se hacía a través de un portón oxidado cuyas rejas estaban cubiertas de plástico para proteger el interior de miradas indiscretas. Durante ocho años, ningún periodista había conseguido echar un vistazo al otro lado, y yo había sido el primero, porque estábamos dentro del patio. Me sentía bastante satisfecho de mí mismo, tengo que admitirlo. No sé a ti, pero es una sensación que no me invade a menudo, y quería aprovecharla mientras durara, antes de que la competencia viniera a estropearla con su presencia. La alcaldesa, esa bocazas, había anunciado por la radio el día de desalojo, y había esperado que se presentaran los otros medios, pero no lo habían hecho, y tampoco el abogado del clan. El tipo del ojo rojo había llamado a otro leguleyo que le había dicho que no había nada que hacer, así que la Policía Local no tendría que llamar a los antidisturbios. Una pena, claro.
Lorenzo, en cambio, acabó por aparecer, y el fotógrafo se animaba. El patriarca, un tipo mayor, de melena y barba gris y espesas cejas, se sentó en lo alto de la escalera que llevaba al piso superior, como para vigilar a los municipales. Tenía una camiseta donde se podía leer “machete” y por alguna razón, aquello entusiasmó a mi colega. “¡Es la foto! ¡Es la foto!”, repetía encantado. La mujer, una señora con moño, nos llevó por las distintas habitaciones. Era como una casa de los años setenta, solo que los cables con los que se habían enganchado a la luz colgaban de las paredes. Había una estufa de hierro en la sala de estar, donde una televisión emitía un programa al que nadie prestaba atención y una de las habitaciones estaba adornada con la estatua de un Papa Noel decapitado. Obviamente, quien dormía allí amaba la Navidad, o la odiaba, no puedo estar seguro. La señora, el tipo del ojo rojo y el hijo de este y nieto de aquella, un chaval cenceño, se turnaban para explicarnos la injusticia que sufrían, cómo la malvada alcaldesa les despojaba de su hogar sin darles ninguna opción. Los dos abuelos estaban mal de salud, y la alcaldesa se dedicaba a derrochar el dinero público y a quedarse las subvenciones a la vivienda. Una vergüenza.
Si seguías el pasillo hasta el final llegaban a una habitación llena de trastos indefinidos, y había otra puerta que daba al exterior, cerca de unas casetas de plástico y listones de madera donde los yonquis se habían chutado durante años. Uno de estos clientes se acercó a la puerta, haciendo caso omiso de la patrulla de la Policía Local, y llamó a la puerta. “¡Te mato!”, le gritó el chaval, que me hizo un gesto para que les dejara a solas. Estaba claro que el yonqui no era muy oportuno, pero le entendía perfectamente: también estoy espeso por las mañanas. Claro que no necesito nada más que un café bien cargado para solucionarlo.
Eran ya las diez de la mañana, cuando la mudanza comenzó. Una enorme furgoneta negra se había detenido justo enfrente, gracias a que la Policía Local había cortado un carril, y todos los del clan subían los muebles y electrodomésticos. Uno de ellos bajó con una carretilla cargada de comida de la que cayó un queso que se escapó rodando. Lo atrapé y lo puse en la carretilla, pero el tipo, de aspecto demacrado y melena castaña, me pidió que le ayudara, así que entre los dos cargamos la carretilla por los escalones que bajamos al portón y lo subimos a la furgoneta. Los de la televisión llegaron por fin, porque les habían llamado, pero nadie más. Salieron ante la cámara criticando la inhumanidad de la sociedad paya en general y de la alcaldesa en particular, aunque era dudoso que sirviera de nada. “Hago esto por joder”, me confesó el traficante. Clavé la mirada en aquel ojo rojo. “Yo también”, le respondí.