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Guerra y Paz

La firma de Manuel Ortiz, catedrático en Historia Contemporánea

Manuel Ortiz / Cadena SER

Manuel Ortiz

Firma de opinión | Guerra y Paz

03:46

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En julio de 1936 un golpe de estado perpetrado por una parte del ejército español, con una relevante trama civil que lo financió, provocó una guerra civil después de fracasar en la toma del poder. Los historiadores explicamos que se trataba del primer episodio de la II Guerra Mundial, esa que enfrentaba, particularmente al fascismo, representado en las potencias del Eje, contra los aliados demócratas. En la Sociedad de Naciones, precedente de la actual ONU, se debatía sobre el complicado orden mundial.

Las dictaduras fascista y nazi postulaban una política exterior beligerante y revisionista del status quo territorial. Trataban de enmascarar sus graves tensiones y dificultades internas. Particularmente, Alemania buscaba la recuperación de su plena capacidad militar y los territorios perdidos por el tratado de paz de Versalles en 1919; su conversión en potencia hegemónica en Europa central -con la anexión o neutralización de rivales como Austria, Checoslovaquia y Polonia-; y la conquista de la Rusia europea para convertirse en una potencia continental y mundial más fuerte. Por el contrario, el temor franco-británico a lo que, a priori, parecía un difícil acuerdo italo-germano estaba semioculto por otra preocupación fundamental en el escenario diplomático de la época: la sustitución de Rusia por la Unión Soviética tras el éxito de la revolución bolchevique de 1917. Asimismo, existía la convicción de que otra guerra europea sólo serviría para desencadenar nuevas revoluciones sociales, más destrucción y muertes y extender el comunismo. Los gobiernos francés e inglés seguían confiando evitar un nuevo enfrentamiento armado y en lograr una solución diplomática a las pretensiones italianas y alemanas en el concierto europeo e internacional. Para ello, pusieron en marcha la llamada “política de apaciguamiento” de ambas dictaduras, una estrategia diplomática de emergencia con la que evitar una nueva guerra mediante la negociación de cambios razonables en el status quo territorial, sobre todo en Europa oriental.

En el fondo de estos planteamientos contrarios a la guerra estaba la convicción de que ambas democracias no tenían fuerza militar ni recursos humanos o económicos suficientes para enfrentarse simultáneamente con tres potencias revisionistas, ya que Japón se había sumado a la ecuación. No olvidemos que ahora, británicos y galos no podían contar con la ayuda vital de los EE.UU. -replegados en un aislacionismo absoluto-, ni tampoco con la rusa -de quien se desconfiaba por sus doctrinas sociales, sus intenciones políticas y capacidad militar. Por último, la expectativa de un enfrentamiento bélico generaba un gran rechazo en la opinión pública de ambos países, cuyos sentimientos pacifistas pretendían evitar una nueva sangría humana como la de la Gran Guerra del 14.

El resultado fue que la República española, el legítimo gobierno democrático vigente, se vio privada de cualquier tipo de ayuda mientras que el ejército franquista contó con la abundante y descarada colaboración de alemanes, italianos y, en menor medida portugueses. Esa colaboración fue decisiva para que la guerra se decantara del lado rebelde. Lo que vino después ya nos los sabemos bien: cuarenta años de dictadura sostenida en el terror que supondría un retraso que tardaríamos mucho en recuperar.

La invasión de Ucrania por Rusia de estos días nos enfrenta al dilema de apostarlo todo a la diplomacia desde posicionamientos pacifistas o actuar en legítima defensa colaborando con las víctimas de una agresión absolutamente injustificada que está generando muerte, destrucción y un ambiente de odio que tardará mucho tiempo en sanar. El problema es que para negociar y pactar hace falta voluntad de los dos bandos y un planteamiento que no se base en la imposición y la intransigencia.

 
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