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'Licorice Pizza', una historia de amor y juventud con el desencanto de la crisis del petróleo y los setenta

El director Paul Thomas Anderson propone una historia luminosa ambientada en Los Ángeles en los 70 donde la especulación, el ansia de éxito y la dificultad de crecer emergen en cada plano

Fotograma de 'Licorice Pizza', la película de Paul Thomas Anderson / cedida

Paul Thomas Anderson es uno de esos directores capaz de ahondar en el alma herida de la América de la costa oeste. Nacido en la zona del Valle de San Fernando, la parte de Los Ángeles que bordea Hollywood, sus películas están plagadas del espíritu político y social de ese lugar. La corrupción urbanística, las drogas, la obsesión por la fama, el sexo, la complejidad de las relaciones amorosas, el éxito y el petróleo. Todos esos temas han ido apareciendo en sus películas, desde su ópera prima Sydney, que se ambientaba en un casino, la metáfora más clara de lo que significa el capitalismo.

Licorice Pizza podría ser un antes y un después en su carrera. En ella afloran las mismas preocupaciones de sus anteriores filmes, pero hay también una luminosidad inédita en su carrera. La película se traslada al año 73, cuando Paul Thomas Anderson tenía tres años. Un año crucial para la historia de América y del mundo. Fueron los años en los que se acabó esa utopía de libertad y hedonismo que trajo el movimiento hippie, pues solo habían pasado cinco años de los crímenes de Manson. Es también el año de la crisis del petróleo, que resultaría un momento fundacional para el neocapitalismo que sufrimos hoy.

En medio de ese contexto, el director nos propone seguir a dos protagonistas con una mirada 'peterpanesca' de su adolescencia, que viven los últimos estertores de una infancia libre y desenfadada, pero donde el desencanto está en cada plano y en cada secuencia. La historia es aparentemente sencilla: el romance y amistad de dos jóvenes, un chico de 15 años y una chica de 25, y los tiras y afloja de toda relación adolescente. Lo peor que le puede pasar a Licorice Pizza es que la califiquen como un relato menor de Paul Thomas Anderson, porque detrás de cada conversación, de cada carrera, de cada plano secuencia hay casi una declaración política y un intento de explicar la idiosincrasia de una ciudad y, por extensión, de un país.

Como en la mayoría de sus filmes, Licorice Pizza arranca con un esplendoroso plano secuencia donde nos presenta a los protagonistas y los sitúa en un espacio y un lugar que condicionan su propia existencia. El magnífico plano secuencia inicial nos muestra el flechazo entre ambos protagonistas y nos da pistas del carisma de los dos actores. El chico es Cooper Hoffman, el hijo mayor del que fuera amigo y colaborador del director, Phillip Seymour-Hoffman, nominado al Oscar por The master, película en la que PTA diseccionaba el capitalismo desde las sectas religiosas. Ella es Alana Haim, batería del grupo Haim, cuyas hermanas y padres se interpretan a sí mismos en la película, como una familia judía que trabaja en el sector inmobiliario, otra de las claves para entender el desarrollo de Los Ángeles y de cualquier ciudad occidental. La madre de las Haim fue profesora de plástica del director y éste rodó varios videoclips para el grupo antes de proponerle un papel que borda.

De un director que usa repartos corales y tramas enrevesadas, casi sorprende la aparente sencillez narrativa, pero bajo los adoquines de Licorice Pizza hay mucho más. Está la necesidad de querer ser adulto cuanto antes y el miedo a crecer. Está la obsesión por convertirse en un emprendedor, por ser famoso, por rozar el éxito del sueño americano. El petróleo aparece, como lo hacía en Pozos de ambición, la fantástica adaptación de la novela de Upton Sinclair, como el catalizador o el freno de todos esos sueños. Y es que el petróleo permite montar un negocio como el de las camas de agua, pero también es el causante de su total hundimiento.

De todas las películas del director, quizá sea con Boogie Nights y con Puro vicio con las que comparte más características comunes. La primera fue la que le puso en el mapa como director, una de las mejores películas sobre la industria del porno, donde el sexo era la manera de subir posiciones en un mundo sin reglas y lleno de prejuicios. Con Puro vicio comparte temas políticos, como la corrupción que aparece en Licorice Pizza a través de la trama del candidato a la alcaldía de la ciudad, las licencias de los locales de máquinas de pintball, en un momento donde la crisis del petróleo del 73 volvía a abrir las puertas al neoliberalismo más voraz.

Más allá de la lectura política, Licorice Pizza tiene tres de las escenas más divertidas de la temporada. La de Bradley Cooper como el marido de Barbara Streisand atemorizando a esa banda de chicos. La de Sean Penn y Tom Waits parodiando a las estrellas de Hollywood. Y la escena de un casting con la brillante Harriet Sansom Harris. A los cameos de Cooper, Penn y Waits se suma el de Benny Safdie, el director de cine que interpreta aquí al político local de Los Ángeles, Joel Watchs que fue perseguido por su homosexualidad.

Los travelling, la luminosidad, los cortes, los planos fundidos, la elección de los distintos escenarios de una ciudad que es esplendorosa y decadente a partes iguales y la música. Una banda sonora del gran Jonny Greenwood, músico de Radiohead con el que Paul Thomas Anderson ha trabajado desde Pozos de ambición.

Podrán acusar a Paul Thomas Anderson de refugiarse en el pasado, puesto que la mayoría de sus películas ocurren en en otras épocas y no en el momento actual. Sin embargo, a pesar de la luminosidad y el encanto de la propuesta, esa mirada al pasado de Licorice Pizza, concretamente a los años setenta, no es ni nostálgica ni apolítica, es un señalamiento al monstruo que destruye su país desde su fundación: la avaricia del capitalismo.

Pepa Blanes

Pepa Blanes

Es jefa de Cultura de la Cadena SER. Licenciada en Periodismo por la UCM y Máster en Análisis Sociocultural...

 
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