A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión
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El silencio

"Siento cada cosa que pasa y, a la vez, no siento nada. Es una vida a todo volumen dentro de un monasterio vacío"

'El silencio', por Leila Guerriero

'El silencio', por Leila Guerriero

03:55

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Buenos Aires

Entonces, hice silencio. Hablé tanto, a lo largo de meses. Di ciento noventa clases en el Zoom, respondí docenas de entrevistas por teléfono y Skype, participé en decenas de mesas redondas. Hice mis mímicas para simular la ausencia, mis horribles esfuerzos para no romper el hechizo, para que nadie se diera cuenta de que yo me daba cuenta de que todos nos dábamos cuenta de que eso era un simulacro. Con cuántas palabras hubo que sostenerlo todo: construir vigas, bloques de hormigón con verbo y sujeto y predicado. Durante meses, hablé. Hablé con ímpetu, con entusiasmo, con enjundia. A cientos de personas que no eran yo. Que nunca eran yo. Dije cosas como “Todo va a estar bien”, o “Ya va a pasar”, o “Después de todo, es un momento interesante”. Y un día me encontré desaprensiva, no porque estuviera viviendo como si el virus no existiera, sino porque estaba viviendo como si la vida no existiera. Como si la vida fuera esa pantalla, ese griterío incesante, ese parloteo, esas demandas. Y entonces, hice silencio. Quiero decir que lo hice: fabriqué silencio como quien fabrica una pampa, un salar. Desde el sábado 5 de diciembre, a las tres menos cuarto de la tarde, empecé a existir sólo en ese espacio que se alzó dentro de mí como un monolito, un hueso pulido que lo ocupó todo. No lo busqué: sucedió. Como cuando, al correr bajo el sol, de pronto aparece una zona arbolada con ese rumor verde que derrama la fronda del verano, donde el aire resulta de una calidad superior, un mar transparente repleto de atributos del que no se quiere salir. Desde entonces, hago silencio en ese lugar fértil pero vacío, donde el tiempo rueda despacio. Ayer me quedé mirando la copa de un ficus que parecía indiferente y altivo como un dios. Estaba lleno de soledad y convicciones, y tenía una ausencia de furia que era una enseñanza. Siento cada cosa que pasa y, a la vez, no siento nada. Es una vida a todo volumen dentro de un monasterio vacío.

“Simplemente no soy de este mundo –escribió Alejandra Pizarnik-. Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… (…) Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. (…) No lo querré acaso”. Ayer me preguntaron si voy a volver a hablar. No sé. Qué importa. Estoy bien acá. De vuelta en casa.

 
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