A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
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"La historia de la literatura está plagada de conflictos entre autores y editores"

'Héroes', por Leila Guerriero

'Héroes', por Leila Guerriero

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Madrid

En 2008 me topé por primera vez con la obra de la poeta norteamericana Louis Glück. Fue como ser embestida por un oso. Se volvió parte de mi panteón de héroes literarios y cada vez que abro un libro suyo vuelvo a sentir una suerte de insurrección química que me produce ganas de escribir o de gritar. No sé qué sintió Manuel Borrás, el fundador de la editorial valenciana Pre-Textos, cuando en los primeros años de este siglo leyó el libro Iris Salvaje, de Glück, durante una estadía en Nueva York. Pero algo debe haberle sucedido porque regresó a España con la convicción de publicarla. Justo entonces la agencia literaria Wylie, una de las más poderosas del mundo y representante de Glück, se contactó con él para ofrecerle su obra. La sincronía tiene explicaciones: Glück había estado por esos días en la casa de Mark Strand, donde había visto un libro editado por Pre-Textos, y había preguntado: “¿Qué hay que hacer para que a una le editen algo tan bello?”. Strand le respondió: “Nada más que ofrecerles uno de tus libros”. Ese cruce de caminos fue el comienzo de una historia que duró catorce años a lo largo de los cuales Borrás publicó, en ediciones bilingües y con algunos de los mejores traductores de habla hispana, siete de los once libros de Glück. Fuimos muchos los que la conocimos por él, que fue el único editor europeo interesado en su obra (en Alemania, Italia o Francia apenas se la tradujo).

En octubre pasado, Glück ganó el premio Nobel. Me regocijé al escuchar cómo trataba con reticencia levantisca al tipo de la Fundación que la llamó para hacerle el anuncio, de qué manera tan humana le decía cosas como “Mire, es demasiado temprano, necesito tomarme un café”, o “Hay algunos ganadores del Nobel a los que no admiro en absoluto”. Un registro genuino de esa mujer parca que escribía versos encandilados por una lucidez que, intuyo, a veces debe resultarle dañina. Borrás se puso muy feliz y dijo que el premio era un acto de justicia poética. Pero poco después empezó a recibir llamados de colegas de otras casas editoriales advirtiéndole que, a sus espaldas, la agencia Wylie estaba ofreciéndoles la obra de Glück, y que no iban a aceptar porque lo consideraban “una canallada”. Finalmente, una editorial –no se sabe aún su nombre- aceptó. La obra cambió de sello y la agencia Wylie conminó a Pre-Textos a sacar de circulación los libros de la autora. Yo imaginé, entonces, la obra de Glück traducida al español –todos esos libros que a ella le habían parecido bellos- dirigiéndose a la trituradora, y me estremecí. Borrás le envió una carta personal a la poeta, pero no ha tenido respuesta y es probable que no la tenga nunca.

La historia de la literatura está plagada de conflictos entre autores y editores. Dentro de la legalidad, un autor tiene derecho a publicar donde quiera, una agencia a buscar mejores condiciones, una editorial a hacer negocio. El problema, a lo mejor, es que una cosa es tener derecho y otra hacer lo correcto (lo correcto, en este caso, era casi fácil: permitirle a Borrás hacer su oferta; dejar, en última instancia, que perdiera en buena lid lo que había cosechado). Pero tiendo a pensar que el problema radica en algo más inquietante, que no tiene relación con el mercado, el dinero o la súbita fama que dan los premios, sino con la evidencia de que sólo hay dos hipótesis posibles, y ambas son perturbadoras: o Louis Glück sabe de esto, y le resulta indiferente; o Louis Glück sabe de esto, y lo aprueba sin objeción. Yo sigo creyendo que Borrás es un editor gigante. Que Louis Glück es una poeta majestuosa. Y que el único momento en que uno puede permitirse la candidez de tener héroes es la infancia.

 
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