Cruces y Bragas

La Semana Santa, bajo ciertas condiciones, puede ser divertida en Jerusalén. Pocas veces me he reído tanto como con la cruz de los mexicanos. Iba un señor subiendo la cuesta cargado con una cruz enorme, sudoroso y asfixiado, en imitación de Jesús, y detrás de él un grupo de turistas le animaba con gritos de “ándele, ándele”. Una tontería, pero me hizo mucha gracia.

También era muy curiosa, y supongo que sigue siéndolo, la fila de rusas ortodoxas ante la entrada de la iglesia del Sepulcro. Esto no es propiamente de Semana Santa, sino de todo el año. Existe una tradición rusa según la cual la lápida de mármol verde cercana a la puerta propicia la fertilidad. Y esas señoras entran en donde dicen que fue sepultado Cristo con unas bragas en la mano, para frotarlas en el mármol.

A veces, en Jerusalén, las experiencias religiosas son tan intensas que llevan a la extravagancia, o incluso a la locura. Se da con alguna frecuencia un síndrome por el que algunos turistas se envuelven en la sábana del hotel y salen a la calle a predicar, convencidos de ser profetas.

Theodor Herzl, el fundador del sionismo, luchó toda su vida para que los judíos pudieran recuperar Jerusalén, pero él detestaba la ciudad, en la que, decía, “los rancios depósitos de 2000 años de inhumanidad, intolerancia y suciedad se acumulan en las callejas pestilentes”.

Antes he dicho que la Semana Santa puede ser divertida en Jerusalén. Bajo ciertas condiciones. Para que lo sea hay que olvidarse de la ocupación que sufren los palestinos, un tumor que amenaza con destruir la democracia israelí. Hay que olvidarse del fanatismo y la estupidez. Hay que olvidarse del terrorismo, de Gaza, de los bombardeos, de las víctimas.

Y el caso es que eso no deberíamos olvidarlo nunca.