A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

No fue el tiempo

"El amor nos franquea el ingreso a lo que realmente somos. A veces lo hace de manera violenta e inesperada. Hay en eso enormes dosis de padecimiento y riesgo, y al otro lado no siempre espera un océano de olas de diamantes. Pero es lo único real. Todo lo demás es espejismo"

No fue el tiempo

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Buenos Aires

La historia que cuenta The last of us, la serie de HBO basada en un videojuego, es simple: en 2013, una pandemia producida por un hongo arrasa con la humanidad. Hay mutantes que contagian la infección, hay sobrevivientes. Entre ellos, Joel, un hombre cuya hija adolescente ha muerto al comienzo de la peste, y Ellie, una chica de catorce, inmune a la infección. Joel debe llevarla hasta un hospital donde intentarán desarrollar, con esa extraña inmunidad, una vacuna. Él es un sujeto lastimado, parco, y no la soporta. Ella es ruda, vivaracha, con un humor tan negro como una olla de brea. La serie es muy buena, aunque no una experiencia artística excepcional, pero el último capítulo de la primera temporada, cuando la relación entre ambos ha crecido y él, pese a resistirse, ya siente por Ellie el amor formidable que un padre siente por su cachorro, tiene dos escenas que hacen temblar. La segunda transcurre en el hospital en el que Ellie está internada y, aunque es una escena de matanza que se desliza sobre la dulzura triste de una banda de sonido que parece el sendero que guía a un hombre a su destino, es una escena de amor. Joel sólo piensa en él y en su amada inerme anestesiada en un quirófano. Es un sujeto arrasado por la chifladura amorosa, un perfecto asesino, un aniquilador de todo lo que le impida apropiarse del objeto de su delirio, y está dispuesto a cualquier cosa con tal de conservarlo, incluso a matar a quienes buscan la cura porque lo hacen a costa de la vida de Ellie. En la otra escena, previa, ambos caminan entre las ruinas de un campamento montado por el ejército. Joel se sienta sobre los restos de un muro, Ellie a su lado. Él nunca ha dado lugar a confesiones personales, pero en ese momento le revela que la cicatriz que tiene en la frente es la huella del disparo con que intentó matarse cuando, después de la muerte de su hija, no encontró razón para seguir viviendo. Cuando Joel termina, ella dice: “El tiempo cura todas las heridas”. Él la mira intensamente, con el rostro de un converso, y murmura: “No fue el tiempo el que las curó”. Ellie es una chica de catorce años pero también es un tipo muy duro y, después de un segundo en el que acusa el impacto de lo que acaba de escuchar, que no fue el tiempo, que fue ella, sólo dice: “Tendríamos que ir yendo”. Él se seca los ojos y susurra “Sí”. Es un hombre que ha atravesado un punto de no retorno, que de ahora en más estará lleno de horror ante la idea de perderla, que ha vuelto a ser lo que más era: un devorador, un padre. Hay una frase de Heidegger citada en el libro La vida contemplativa, del filósofo coreano Byung Chul-Han: “La salvación no sólo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle a algo la entrada a su propia esencia”. El amor nos franquea el ingreso a lo que realmente somos. A veces lo hace de manera violenta e inesperada. Hay en eso enormes dosis de padecimiento y riesgo, y al otro lado no siempre espera un océano de olas de diamantes. Pero es lo único real. Todo lo demás es espejismo.

 
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