Por la presente carta

Galicia

La carta fue siempre un invento cargado de posibilidades. A veces, monstruosas, como las cartas bomba o los sobres envenenados. Desde que los griegos empezaron a escribir las primeras, sin embargo, no dejaron de prestar servicios al progreso. Las épocas en que no se escribieron cartas son un páramo en el tiempo. Fueron portadoras de conocimientos, noticias, secretos, alegrías, pesares, saludos, adioses, síes, noes. Todo podía, tenía que decirse por carta, o se perdía. Lo confesable y lo inconfesable, lo narrativo y lo poético, lo oficial y lo extraoficial, la verdad y el embuste, lo banal y lo importante, la hora a la que llegarías a cenar o la razón por la que te ibas a matar. Las cartas manuscritas engrandecían la vida, podemos decir, hasta que las posibilidades transformadoras de la correspondencia las fue sustituyendo por comunicaciones instantáneas. La carta escrita a mano es una magia casi desaparecida, un sueño, sin embargo, que aún no se borró del todo. Por eso abrir el buzón siguen simbolizando una pequeña aventura diaria. No nos hemos muerto tanto por dentro que no nos dé un vuelco el corazón si recibimos una carta redactada a mano. Pero escribirla es ya una rareza, un acto casi subversivo. A su manera, una carta a secas es ya una carta bomba.