A vivir que son dos díasLa píldora de Leila Guerriero
Opinión

La noche errante

"Una de las preguntas que les hace es: “Si tuvieras un súperpoder, ¿cuál sería?”. Yo, sin pensarlo un segundo, me dije que sería el súperpoder de estar siempre contenta"

La noche errante

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Madrid

Iba silenciosa en un taxi, camino a la guardia del hospital, preocupada por un asunto. Toda la mañana había estado repleta de un silencio de lápida. Era un día precioso de comienzos de agosto. El aire helado crujía, invisible y aterrador. Las horas transcurrían con lentitud sin que yo hiciera algo con ellas. Pasaban como hermosos jarrones vacíos y se estrellaban unas sobre otras, dejando un rastro de belleza muerta. Sin embargo, era un día preparado para la felicidad y la luz rubia de las tres de la tarde tintineaba sobre los techos. La noche anterior había visto una película en la que un periodista recorre Estados Unidos entrevistando a niños y adolescentes. Una de las preguntas que les hace es: “Si tuvieras un súperpoder, ¿cuál sería?”. Yo, sin pensarlo un segundo, me dije que sería el súperpoder de estar siempre contenta. Cuando bajé del taxi en la puerta del hospital, empezó a sonar en la radio una canción de Rosalía que yo había escuchado poco tiempo atrás, a lo largo de un mes, mientras pasaba por los pinares del Puerto de Navacerrada, la arena ciclópea de Zahara de los Atunes, las calas refulgentes de Llafranc. ¿Dónde está todo eso, me pregunté, que era parte de mí hace tan poco? Caminé hasta la recepción, y después hacia los consultorios, cuando vi a una mujer muy vieja en una silla de ruedas. Estaba sola, parecía un objeto olvidado. Tenía ese corte de pelo que indica que una ya es demasiado mayor, un tipo de peinado que está ahí como pidiendo perdón por existir. Se tapaba la boca con las manos y sollozaba en silencio, de manera dramática, los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Me acerqué. Le dije “Señora, ¿la puedo ayudar?”. Abrió los ojos. Dijo: “Es que la vida cambió tanto”. Yo me quedé perpleja. En ese momento apareció un enfermero y se la llevó. Recordé la piel transparente de mi abuela, la forma en que la toqué sabiendo que se moría, las muchas veces que me dijo: “Mi querida, nunca seas vieja, la vejez es horrible”. Entonces di media vuelta, salí del hospital y empecé a caminar hacia mi casa. Diez, quince, veinte cuadras repitiendo hacia mis adentros los versos de Dylan Thomas: “No entres con calma en esa noche errante./ La vejez debe arder en el ocaso: / lucha contra la luz agonizante”. No seré dócil, me dije. Nunca me dejaré vencer por el peligro que llevo adentro.

 
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