Un negroni en Roma

Madrid

Hace unos cuatro años, una eternidad, mi amiga Irene y yo, que estábamos tomando tranquilamente un negroni en una piazza de Roma, fuimos sorprendidas por un fulminante operativo que, entre escoltas y coches oficiales nos dejó, además de atónitas, aisladas y convertidas en un acompañamiento repentinamente indeseable de lo que parecía el plato fuerte: la mesa ocupada por dos caballeros, de mediana edad y buena planta, que charlaban como si estuvieran solos en la ciudad. Uno era el embajador de Rusia.

El rostro mundano de quien, luego lo supe, se llamaba Sergey Razov, se echó a dormir en mi subconsciente. Y despertó el otro día, cuando di con él en la web del diario 'La Repubblica', que contaba lo mal que le trata el actual Gobierno italiano. Tiempos aquellos, para el embajador, en que era el predilecto del neofascista Salvini, que entonces fungía como ministro de Interior y azote de todo lo que importa.

Cuatro años, una pandemia, una guerra y una crisis del carajo después, en Italia, Salvini affanculo y el embajador ruso, en desgracia. Y en España, el Clan de los Olonenses y la maja de Madrid endilgándole el verbo adoctrinar a lo que sólo es enseñar e instruir; desasnar. Queriéndonos privar, una vez más, de todo lo que nos importa. Francamente, de haberlo sabido, aquella vez, ¿era o no para tomarse un segundo negroni?