Vinos de Cádiz: un querer y no poder
Jose Berasaluce

Vinos de Cádiz: un querer y no poder
El código iframe se ha copiado en el portapapeles
Jerez de la Frontera
Mi perversión de hoy es para los vinos de Cádiz. Saber de vinos es una cualidad reservada a la gente bien; a los poderosos. De siempre, la aristocracia y la gran burguesía convirtieron la mesa en un espacio litúrgico y el ceremonial gastronómico en una identidad social elitista; en un factor de distinción.
Tanto es así que opinar de vinos parece un derecho reservado a los entendidos y esto ha provocado un gran complejo de inferioridad a muchos y ha generado, a otros tantos, un sentimiento de rechazo a este gran producto.
Me merece mucho respeto la gran industria del vino en la provincia con los generosos jereces a la cabeza. Sin embargo, desde hace 20 años hay bodegas en Cádiz de vinos tranquilos, tintos y blancos.
Llevado por los prejuicios, siempre estamos presos de los nacionalismos culinarios y en esa falsa creencia que todo lo que se hace en tu tierra es lo mejor.
Confieso que, cuando probé hace años los primeros tintos de Cádiz, no me hicieron ninguna gracia. Si ya tenemos los sherries ¿Para qué queremos tintos y blancos?
Hoy, dos décadas después, los vinos tranquilos de Cádiz han mejorado en calidad y hay proyectos enológicos impresionantes e innovadores pero a mi siguen sin gustarme. En general, me parecen vinos pretenciosos. Todos muy planos y muy previsibles. Un querer y no poder
Un día, llegué a Arcos de la Frontera de la mano de Andrés Soto y descubrí el proyecto de Vicente Taberner. Desde entonces, los únicos vinos de Cádiz que bebo se llaman Huerta de Albalá.