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Hasta la tabla del siete

La Columna de Rafa Gallego: Hasta la tabla del siete (19/05/2023)

La Columna de Rafa Gallego: Hasta la tabla del siete (19/05/2023)

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León

Pues yo diría que, este año también, la Feria del Libro ha sido un éxito. No sé qué dirán las cuentas de los libreros, ni si los libros que se vendieron serán finalmente leídos, como tampoco puedo saber si las palabras que se dijeron arañarán corazones o moverán voluntades. La sensación de éxito —lo que cuenta son las sensaciones, puede que más que las palabras— vuela desde el aroma de las almendras garrapiñadas de la puerta del ayuntamiento, ese ambientador de la entrada de la Feria viniendo desde Santo Domingo.

El viernes pasado estuvimos en lo de Antonio Pereira. Me detengo en este acto entre los muchos que hubo porque no me dan los tres minutos para un repaso general y porque Pereira es un genio de mi devoción y porque en la última fila estaban los gigantes que luchan contra los molinos de viento y se sentaba la literatura y miraba desde su esbelta figura con el móvil las fotos de una mesa colocada a pie de público, en ausencia de estrado o con estrado mínimo que no permitía ver a quienes hablaban y nos obligaba a ser escuchantes antes que espectadores. Luego se levantó Mestre y lo vimos, claro, pero eso fue luego. De entrada, Joaquín Otero estuvo con su mejor voz radiofónica situando el acontecimiento en su justa medida, con la dosis correcta de humor y de simpatía, con el toque de inteligencia distinguida que hacía falta. Gamoneda nos arropó en su metafísica y nos llevó por los caminos fundamentales de la palabra. Para entonces ya nos habíamos dejado abrazar por la devoción del acto y asentíamos en la implacable destrucción de la línea divisoria que algunos —nadie sabe quiénes, ni dónde, ni cuándo, ni cómo, ni por qué— hubieran querido levantar para separar la poesía del relato. Y Joaquín Otero dijo que venían Cuco Pérez y Juan Carlos Mestre a hacer algo que, al parecer, nadie sabía qué era.

Pero sonó la música del acordeón y ya sabes —lo digo siempre— que si hay un acordeón hay una fiesta, de manera que el acto literario se transformó en presencia y el espíritu transgresor del Pereira más irónico se decidió a bailar en la voz de Mestre y entre los dedos de Cuco y llegaron esos momentos de magia que solo la belleza nos permite. Hubo hasta confeti de los bolsillos del poeta, confeti de voces y palabras bailando en el tul de estampas de la música. Nos contó Juan Carlos Mestre el relato de la rusa —Palabras, palabras para una rusa, se llama— y te vino a ver la risa cuando oíste que, en la distancia de las palabras, el bailarín conquistador le recitaba al oído a la fenomenal rusa con la que bailaba oraciones aprendidas en la escuela y, al terminársele el escaso repertorio catequético, las tablas de multiplicar hasta la del siete. Un desfallecimiento fatal que quedó suplido con versos de Crémer; un clímax que la rusa ya no pudo soportar, a pesar de no entender nada.

Al final Juan Carlos Mestre se emocionó al recordar a Úrsula Rodríguez y esa emoción nos recorrió enteros y puso fin al brillo de la tarde. Me he acordado de la rusa esta mañana: una niña ucraniana se ha puesto a temblar en su pupitre cuando ha oído pasar un avión que sonaba como los aviones de guerra. Ha bajado la persiana para evitarlo y se ha quedado temblando con la misma emoción que se llevó del insignificante estrado las palabras y los gestos del poeta.

 
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